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lunes, 29 de febrero de 2016

Benedicto XVI, El sentido de la reparación en la adoración eucarística (2007).

Textos de Benedicto XVI

El sentido de la reparación en la adoración eucarística

Encuentro con el clero de la diócesis de Roma, 22 de febrero de 2007.

El rector de la basílica de Santa Anastasia habló de la adoración eucarística perpetua y le pidió al Papa que explicara el valor de la reparación eucarística frente a los robos sacrílegos y a las sectas satánicas.

La adoración eucarística, ha penetrado realmente en nuestro corazón y penetra en el corazón del pueblo, por eso no hablamos en general de ello. Usted ha formulado esta pregunta específica sobre la reparación eucarística. Es un discurso que se ha hecho difícil. Recuerdo que cuando era joven, en la fiesta del Sagrado Corazón, se rezaba una hermosa oración de León XIII y también otra de Pío XI, en la que la reparación tenía un lugar particular, precisamente con referencia, ya en aquel tiempo, a los actos sacrílegos que debían repararse.

Me parece que es necesario profundizar, llegar al Señor mismo, que ha ofrecido la reparación por el pecado del mundo, y buscar los modos de reparar, es decir, de establecer un equilibrio entre el plus del mal y el plus del bien. Así, en la balanza del mundo, no debemos dejar este gran plus en negativo, sino que tenemos que dar un peso al menos equivalente al bien. Esta idea fundamental se apoya en todo lo que Cristo hizo. Por lo que puedo entender, este es el sentido del sacrificio eucarístico. Contra este gran peso del mal que existe en el mundo y que abate al mundo, el Señor pone otro peso más grande, el del amor infinito que entra en este mundo. Este es el punto importante: Dios es siempre el bien absoluto, pero este bien absoluto entra precisamente en el juego de la historia; Cristo se hace presente aquí y sufre a fondo el mal, creando así un contrapeso de valor absoluto. El plus del mal, que existe siempre si vemos sólo empíricamente las proporciones, es superado por el plus inmenso del bien, del sufrimiento del Hijo de Dios.

En este sentido existe la reparación, que es necesaria. Me parece que hoy resulta un poco difícil comprender estas cosas. Si vemos el peso del mal en el mundo, que aumenta continuamente, que parece prevalecer absolutamente en la historia —como dice san Agustín en una meditación—, se podría incluso desesperar. Pero vemos que hay un plus aún mayor en el hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia, se ha hecho partícipe de la historia y ha sufrido a fondo. Este es el sentido de la reparación. Este plus del Señor es para nosotros una llamada a ponernos de su parte, a entrar en este gran plus del amor y a manifestarlo, incluso con nuestra debilidad. Sabemos que también nosotros necesitábamos este plus, porque también en nuestra vida existe el mal. Todos vivimos gracias al plus del Señor. Pero nos hace este don para que, como dice la carta a los Colosenses, podamos asociarnos a su abundancia y, así, hagamos crecer aún más esta abundancia, concretamente en nuestro momento histórico.

La teología debería hacer más para comprender aún mejor esta realidad de la reparación. A lo largo de la historia no han faltado ideas equivocadas. He leído en estos días los discursos teológicos de san Gregorio Nacianceno, que en cierto momento habla de este aspecto y se pregunta: ¿a quién ofreció el Señor su sangre? Dice: el Padre no quería la sangre del Hijo, el Padre no es cruel, no es necesario atribuir esto a la voluntad del Padre; pero la historia lo exigía, lo exigían la necesidad y los desequilibrios de la historia; se debía entrar en estos desequilibrios y recrear aquí el verdadero equilibrio. Esto es precisamente muy iluminador. Pero me parece que aún no poseemos suficientemente el lenguaje para comprender nosotros mismos este hecho y para hacerlo comprender después a los demás. No se debe ofrecer a un Dios cruel la sangre de Dios. Pero Dios mismo, con su amor, debe entrar en los sufrimientos de la historia para crear no sólo un equilibrio, sino un plus de amor que es más fuerte que la abundancia del mal que existe. El Señor nos invita a esto.

Se trata de una realidad típicamente católica. Lutero dice: no podemos añadir nada. Y esto es verdad. Y también dice: por tanto, nuestras obras no cuentan nada. Y esto no es verdad. Porque la generosidad del Señor se muestra precisamente en el hecho de que nos invita a entrar, y da valor también a nuestro estar con él. Debemos aprender mejor todo esto y sentir la grandeza, la generosidad del Señor y la grandeza de nuestra vocación. El Señor quiere asociarnos a este gran plus suyo. Si comenzamos a comprenderlo, estaremos contentos de que el Señor nos invite a esto. Será la gran alegría de experimentar que el amor del Señor nos toma en serio.

sábado, 27 de febrero de 2016

Confirmación: Otra fórmula de Renuncia y de Profesión de Fe. Aclamaciones en Cuaresma. Textos cuando el sacramento no es administrado por el obispo diocesano.

Ritual de la Confirmación (ed. CEE 2022)

Apéndice I

FÓRMULA DE RENUNCIA Y PROFESIÓN DE FE

78. Este formulario ha sido tomado del Ritual del Bautismo de niños.

El obispo:
¿Renunciáis al pecado 
para vivir en la libertad de los hijos de Dios?

Los confirmandos:
Sí, renuncio.

El obispo:
¿Renunciáis a todas las seducciones del mal,
para que no domine en vosotros el pecado?

Los confirmandos:
Sí, renuncio.

El obispo:
¿Renunciáis a Satanás,
padre y príncipe del pecado?

Los confirmandos:
Sí, renuncio.

El obispo:
¿Creéis en Dios, Padre todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra?

Los confirmandos:
Sí, creo.

El obispo:
¿Creéis en Jesucristo,
su único Hijo, nuestro Señor,
que nació de Santa María Virgen,
murió, fue sepultado,
resucitó de entre los muertos,
y está sentado a la derecha del Padre?

Los confirmandos:
Sí, creo.

El obispo:
¿Creéis en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida,
que hoy os será comunicado de un modo singular
por el sacramento de la confirmación,
como fue dado a los Apóstoles el día de Pentecostés?

Los confirmandos:
Sí, creo.

El obispo:
¿Creéis en la santa iglesia católica,
en la comunión de los Santos,
en el perdón de los pecados,
en la resurrección de la carne
y en la vida eterna?

Los confirmandos:
Sí, creo.

El obispo asiente a la profesión de fe diciendo:
Ésta es nuestra fe.
Ésta es la fe de la Iglesia, que nos gloriamos
de profesar en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Y los fieles, a su vez, asienten también diciendo:
Amén.

En lugar de la fórmula Esta es nuestra fe, se puede cantar un canto con el que los fieles proclamen su fe.


Apéndice II

ACLAMACIONES PARA EL TIEMPO DE CUARESMA

En el tiempo de Cuaresma, puede emplearse algunas de estas aclamaciones, y se dice antes y después del versículo antes del Evangelio.

1. Gloria y alabanza a ti, Cristo.
2. Gloria a ti, Cristo, Sabiduría de Dios Padre.
3. Gloria a ti, Cristo, Palabra de Dios.
4. Gloria a ti, Señor, Hijo de Dios vivo.
5. Alabanza y honor a ti, Señor Jesús.
6. Alabanza a ti, Cristo, rey de la gloria eterna.
7. Grandes y maravillosas son tus obras, Señor.
8. La salvación y la gloria y el poder son del Señor Jesucristo.


Apéndice III

ALOCUCIONES Y MONICIONES ADAPTADAS PARA LOS CASOS EN LOS QUE EL SACRAMENTO NO ES ADMINISTRADO POR EL OBISPO DIOCESANO

Se incluyen en este apéndice las alocuciones adaptadas para los casos, previstos en el n. 8 del Ritual, en los que el obispo diocesano no administra personalmente la confirmación. En concreto se ofrecen alternativas para cuando es otro obispo o cuando es un presbítero que ha recibido esa concesión.

No se incluyen los textos para los casos en que la confirmación es administrada por un presbítero que tiene facultad de confirmar por norma del derecho pero no es obispo (cf. n. 
7, a). En estas ocasiones basta sustituir en las moniciones la palabra obispo por pastor, o bien por el oficio específico: prelado, abad, vicario apostólico, prefecto apostólico, administrador apostólico, administrador diocesano.

Monición de entrada

(Cf. n. 22).

1. Cuando la confirmación es administrada por un obispo distinto del diocesano:

Hermanos:
Nos hemos reunido para celebrar la confirmación de algunos miembros de nuestra comunidad de bautizados. La confirmación es uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana. El obispo, como representante principal de Jesucristo en la diócesis, ante la imposibilidad de estar hoy presente entre nosotros, ha enviado a N., obispo de N., para presidir esta asamblea, en la cual el Espíritu Santo, que ya habita en el corazón de los bautizados, se les infundirá con mayor plenitud, a fin de hacerles madurar y crecer como cristianos. Renovemos nuestra fe en la presencia del Espíritu del Señor en medio de su asamblea, y dispongámonos a recibir, tanto los que se han de confirmar, como los que ya lo estamos, una nueva efusión de sus dones.

2. Cuando la confirmación es administrada por un presbítero:

Hermanos:
Nos hemos reunido para celebrar la confirmación de algunos miembros de nuestra comunidad de bautizados. La confirmación es uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana. El obispo, como representante principal de Jesucristo en la diócesis, ante la imposibilidad de estar hoy presente entre nosotros, ha delegado en el presbítero N. vicario general de la diócesis (o bien: vicario episcopal - o bien: arcipreste - o bien: nuestro párroco), para presidir esta asamblea, en la cual el Espíritu Santo, que ya habita en el corazón de los bautizados, se les infundirá con mayor plenitud, a fin de hacerles madurar y crecer como cristianos. Renovemos nuestra fe en la presencia del Espíritu del Señor en medio de su asamblea, y dispongámonos a recibir, tanto los que se han de confirmar, como los que ya lo estamos, una nueva efusión de sus dones.


Presentación de los confirmandos

(Cf. nn.
25 y 47).

1. Cuando la confirmación es administrada por un obispo distinto del diocesano:

Reverendísimo padre:
Estos niños (jóvenes) fueron bautizados un día, con la promesa de que serían educados en la fe, y de que un día recibirían por la confirmación la plenitud del Espíritu Santo. Como responsable de la acción catequética, tengo la satisfacción de manifestar ante la comunidad reunida, que han recibido la catequesis adecuada a su edad.

2. Cuando la confirmación es administrada por un presbítero:

Reverendo Padre:
Estos niños (jóvenes) fueron bautizados un día, con la promesa de que serían educados en la fe, y de que un día recibirían por la confirmación la plenitud del Espíritu Santo. Como responsable de la acción catequética, tengo la satisfacción de manifestar ante la comunidad reunida, que han recibido la catequesis adecuada a su edad.


Homilía

(Cf. nn.
26 y 48).

Cuando la confirmación es administrada por un obispo distinto del diocesano no hay variación en el modelo de homilía propuesto.

Cuando la confirmación es administrada por un presbítero se adapta el segundo párrafo de esta manera:

Los obispos, como sucesores de los apóstoles, han recibido también esta misión y así, ahora yo, que he recibido de nuestro obispo N. la delegación para presidir la celebración y administrar el sacramento, voy a realizar los gestos sacramentales polos que se comunica el Espíritu Santo a los que en el bautismo han renacido como hijos de Dios.


Fórmula conclusiva de la homilía

(Cf. nn. 27 y 49).

1. Cuando la confirmación es administrada por un obispo distinto del diocesano:

Y ahora, antes de recibir el don del Espíritu Santo, conviene que renovéis ante mí, pastor de la Iglesia, enviado por vuestro obispo para administrar este sacramento, y ante los fieles aquí reunidos, testigos de vuestro compromiso, la fe que vuestros padres y padrinos, en unión de toda la Iglesia, profesaron el día de vuestro bautismo.

2. Cuando la confirmación es administrada por un presbítero:

Y ahora, antes de recibir el don del Espíritu Santo, conviene que renovéis ante mí, vicario general de la diócesis (o bien: vicario episcopal - o bien: arcipreste - o bien: vuestro párroco), delegado por nuestro obispo para administrar este sacramento, y ante los fieles aquí reunidos, testigos de vuestro compromiso, la fe que vuestros padres y padrinos, en unión de toda la iglesia, profesaron el día de vuestro bautismo.


Monición a la imposición de manos

(Cf. nn.
29 y 51).

1. Cuando la confirmación es administrada por un obispo distinto del diocesano:

El día de Pentecostés, los apóstoles recibieron el Espíritu Santo que Cristo les había prometido. Ahora el obispo, que preside esta celebración, repitiendo el gesto que usaban los apóstoles para transmitir este don, va a imponer sus manos sobre los confirmandos, pidiendo que el Espíritu los llene de sus dones. Oremos en silencio al Señor.

2. Cuando la confirmación es administrada por un presbítero:

El día de Pentecostés, los apóstoles recibieron el Espíritu Santo que Cristo les había prometido. Ahora el presbítero, que preside esta celebración, repitiendo el gesto que usaban los apóstoles para transmitir este don, va a imponer sus manos sobre los confirmandos, pidiendo que el Espíritu los llene de sus dones.  Oremos en silencio al Señor.


Monición a la crismación

(Cf. nn.
32 y 54).

1. Cuando la confirmación es administrada por un obispo distinto del diocesano:

Hemos llegado al momento culminante de la celebración. El obispo les impondrá la mano y los signará con la cruz gloriosa de Cristo para significar que son propiedad del Señor. Los ungirá con óleo perfumado. Ser crismado es lo mismo que ser Cristo, ser mesías, ser ungido. Y ser mesías y Cristo comporta la misma misión del Señor: dar testimonio de la verdad y ser, por el buen olor de las buenas obras, fermento de santidad en el mundo.

2. Cuando la confirmación es administrada por un presbítero:

Hemos llegado al momento culminante de la celebración. El presidente de la celebración les impondrá la mano y los signará con la cruz gloriosa de Cristo para significar que son propiedad del Señor. Los ungirá con óleo perfumado. Ser crismado es lo mismo que ser Cristo, ser mesías, ser ungido. Y ser mesías y Cristo comporta la misma misión del Señor: dar testimonio de la verdad y ser, por el buen olor de las buenas obras, fermento de santidad en el mundo.


Bendición final

(Cf. nn.
43 y 60).

Cuando la confirmación es administrada por un obispo distinto del diocesano no hay variación en la bendición final.

Cuando la confirmación es administrada por un presbítero el final de la bendición solemne es como sigue:

Y a todos vosotros, que estáis aquí presentes,
os bendiga Dios todopoderoso,
Padre, Hijo +, y Espíritu Santo.
R. Amén.

Para la bendición después de la oración sobre el pueblo (nn. 44 y 61):

Y la bendición de Dios todopoderoso,
Padre, Hijo +, y Espíritu Santo,
descienda sobre vosotros y os acompañe siempre.
R. Amén.

Benedicto XVI, Adoración eucarística. Templo dedicado a la adoración perpetua (2006)

Textos de Benedicto XVI

Adoración eucarística. Templo dedicado a la adoración perpetua

Encuentro con el clero de la diócesis de Roma, 2 de marzo de 2006.

La tercera intervención fue la del rector de la iglesia de Santa Anastasia. Aquí, tal vez, puedo decir, entre paréntesis, que yo apreciaba ya la iglesia de Santa Anastasia antes de haberla visto, porque era la iglesia titular de nuestro cardenal De Faulhaber, el cual nos decía siempre que en Roma tenía su iglesia, la de Santa Anastasia. Con esta comunidad siempre nos hemos encontrado con ocasión de la segunda misa de Navidad, dedicada a la “estación” de Santa Anastasia. Los historiadores dicen que allí el Papa debía visitar al Gobernador bizantino, que tenía su sede en ella. Esa iglesia nos hace pensar, asimismo, en aquella santa y así también en la “Anástasis”: en Navidad pensamos también en la Resurrección.

No sabía —y agradezco que me hayan informado— que ahora la iglesia es sede de la “Adoración perpetua” y, por tanto, es un punto focal de la vida de fe en Roma. Esa propuesta de crear en los cinco sectores de la diócesis de Roma cinco lugares de Adoración perpetua la pongo con confianza en manos del cardenal Vicario. Sólo quisiera dar gracias a Dios, porque después del Concilio, después de un período en el que faltaba un poco el sentido de la adoración eucarística, ha renacido la alegría de esta adoración en toda la Iglesia, como vimos y escuchamos en el Sínodo sobre la Eucaristía.

viernes, 26 de febrero de 2016

Benedicto XVI, La alegría de la adoración eucarística y sus frutos (2005).

Textos de Benedicto XVI 

La alegría de la adoración eucarística y sus frutos

Discurso al la Curia Romana, 22 de diciembre de 2005.

La Jornada mundial de la juventud ha quedado grabada como un gran don en la memoria de todos los que estuvieron presentes. Más de un millón de jóvenes se reunieron en la ciudad de Colonia, situada junto al río Rhin, y en las ciudades vecinas, para escuchar juntos la palabra de Dios, para orar juntos, para recibir los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía, para cantar y festejar juntos, para gozar de la existencia, y para adorar y recibir al Señor eucarístico en los grandes encuentros del sábado por la noche y el domingo. Durante todos esos días reinó sencillamente la alegría. Prescindiendo de los servicios de orden, la policía no tuvo que hacer nada. El Señor había reunido a su familia, superando sensiblemente todas las fronteras y barreras, y, en la gran comunión entre nosotros, nos había hecho experimentar su presencia.

El lema elegido para esas jornadas —“Hemos venido a adorarlo”— contenía dos grandes imágenes que, desde el inicio, favorecieron el enfoque adecuado. Ante todo, incluía la imagen de la peregrinación, la imagen del hombre que, elevando la mirada por encima de sus asuntos y de su vida ordinaria, se pone en camino en busca de su destino esencial, de la verdad, de la vida verdadera, de Dios.

Esta imagen del hombre en camino hacia la meta de la vida contenía en sí misma dos indicaciones claras. Ante todo, la invitación a no ver el mundo que nos rodea sólo como la materia bruta con la que podemos hacer algo, sino a tratar de descubrir en él la “caligrafía del Creador”, la razón creadora y el amor del que nació el mundo y del que nos habla el universo, si prestamos atención, si nuestros sentidos interiores se despiertan y se hacen capaces de percibir las dimensiones más profundas de la realidad. Como segundo elemento, se añadía la invitación a ponerse a la escucha de la revelación histórica, única que puede darnos la clave de lectura para el misterio silencioso de la creación, indicándonos concretamente el camino hacia el verdadero Señor del mundo y de la historia, que se oculta en la pobreza del establo de Belén.

La otra imagen que contenía el lema de la Jornada mundial de la juventud era el hombre en adoración: “Hemos venido a adorarlo”. Antes que cualquier actividad y que cualquier cambio del mundo, debe estar la adoración. Sólo ella nos hace verdaderamente libres, sólo ella nos da los criterios para nuestra acción. Precisamente en un mundo en el que progresivamente se van perdiendo los criterios de orientación y existe el peligro de que cada uno se convierta en su propio criterio, es fundamental subrayar la adoración.

En todos los que estaban presentes ha quedado grabado de forma imborrable el intenso silencio de aquel millón de jóvenes, un silencio que nos unía y elevaba a todos mientras se colocaba sobre el altar al Señor en el Sacramento. Conservamos en nuestro corazón las imágenes de Colonia: son una indicación que sigue impulsando a la acción. Sin mencionar nombres, en esta ocasión quisiera dar las gracias a todos los que hicieron posible la Jornada mundial de la juventud. Y sobre todo debemos dar gracias juntos al Señor porque, en última instancia, sólo él podía darnos esas jornadas tal como las vivimos.

La palabra “adoración” nos lleva al segundo gran acontecimiento del que quisiera hablar: el Sínodo de los obispos y el Año de la Eucaristía. El Papa Juan Pablo II, con la encíclica Ecclesia de Eucharistia y con la carta apostólica Mane nobiscum Domine, ya nos había dado las orientaciones esenciales y, al mismo tiempo, con su experiencia personal de fe eucarística, había concretado la enseñanza de la Iglesia. Asimismo, la Congregación para el culto divino, en íntima relación con la encíclica, había publicado la instrucción Redemptionis Sacramentum como ayuda práctica para la correcta realización de la constitución conciliar sobre la liturgia y de la reforma litúrgica.

Además de todo eso, ¿se podía realmente decir todavía algo nuevo, desarrollar aún más el conjunto de la doctrina? Precisamente esta fue la gran experiencia del Sínodo, cuando en las aportaciones de los padres se vio reflejada la riqueza de la vida eucarística de la Iglesia de hoy y se manifestó que su fe eucarística es inagotable. Lo que los padres pensaron y expresaron se deberá presentar, en estrecha relación con las Propositiones del Sínodo, en un documento postsinodal. Aquí sólo quisiera subrayar una vez más el punto que acabamos de tratar en el contexto de la Jornada mundial de la juventud: la adoración del Señor resucitado, presente en la Eucaristía con su carne y su sangre, con su cuerpo y su alma, con su divinidad y su humanidad.

Para mí es conmovedor ver cómo por doquier en la Iglesia se está despertando la alegría de la adoración eucarística y se manifiestan sus frutos. En el período de la reforma litúrgica, a menudo la misa y la adoración fuera de ella se vieron como opuestas entre sí; según una objeción entonces difundida, el Pan eucarístico no nos lo habrían dado para ser contemplado, sino para ser comido. En la experiencia de oración de la Iglesia ya se ha manifestado la falta de sentido de esa contraposición. Ya san Agustín había dicho: “...nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; ... peccemus non adorando”, “Nadie come esta carne sin antes adorarla; ... pecaríamos si no la adoráramos” (cf. Enarr. In Ps. 98, 9. CCL XXXIX 1385).

De hecho, no es que en la Eucaristía simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a Aquel a quien recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos uno con él. Por eso, el desarrollo de la adoración eucarística, como tomó forma a lo largo de la Edad Media, era la consecuencia más coherente del mismo misterio eucarístico: sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros.

jueves, 25 de febrero de 2016

Benedicto XVI, Sentido del Domingo y de la Eucaristía dominical (2005).

Textos de Benedicto XVI 

Sentido del Domingo y de la Eucaristía dominical

Homilía Santa Misa en la conclusión del XXIV Congreso Eucarístico Nacional (Italia), Bari, 29 de mayo de 2005.

Este Congreso eucarístico, que hoy se concluye, ha querido volver a presentar el domingo como “Pascua semanal”, expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro de su vida y de su misión. El tema elegido, “Sin el domingo no podemos vivir”, nos remite al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas.

En Abitina, pequeña localidad de la actual Túnez, 49 cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía desafiando así las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió: “Sine dominico non possumus”; es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Después de atroces torturas, estos 49 mártires de Abitina fueron asesinados. Así, con la efusión de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron; ahora los recordamos en la gloria de Cristo resucitado.

Sobre la experiencia de los mártires de Abitina debemos reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI. Ni siquiera para nosotros es fácil vivir como cristianos, aunque no existan esas prohibiciones del emperador. Pero, desde un punto de vista espiritual, el mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa y por un secularismo cerrado a la trascendencia, puede parecer un desierto no menos inhóspito que aquel “inmenso y terrible” (Dt 8, 15) del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio.

En ese desierto, Dios acudió con el don del maná en ayuda del pueblo hebreo en dificultad, para hacerle comprender que “no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor” (Dt 8, 3). En el evangelio de hoy, Jesús nos ha explicado para qué pan Dios quería preparar al pueblo de la nueva alianza mediante el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, ha dicho: “Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 58). El Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía convertirse en pan, y así ser alimento para su pueblo, para nosotros, que estamos en camino en este mundo hacia la tierra prometida del cielo.

Necesitamos este pan para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario: el camino que Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra de Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo; perderlo equivale a perderse a sí mismo.

El Señor no nos deja solos en este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra suerte hasta identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos el evangelio, dice: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52).

En realidad, esta actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir que, en el fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros. Entonces, se plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa cercanía sería imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció en esa circunstancia: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Realmente, tenemos necesidad de un Dios cercano.

Ante el murmullo de protesta, Jesús habría podido conformarse con palabras tranquilizadoras. Habría podido decir: “Amigos, no os preocupéis. He hablado de carne, pero sólo se trata de un símbolo. Lo que quiero decir es que se trata sólo de una profunda comunión de sentimientos”. Pero no, Jesús no recurrió a esa dulcificación. Mantuvo firme su afirmación, todo su realismo, a pesar de la defección de muchos de sus discípulos (cf. Jn 6, 66). Más aún, se mostró dispuesto a aceptar incluso la defección de sus mismos Apóstoles, con tal de no cambiar para nada lo concreto de su discurso: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67), preguntó. Gracias a Dios, Pedro dio una respuesta que también nosotros, hoy, con plena conciencia, hacemos nuestra: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Tenemos necesidad de un Dios cercano, de un Dios que se pone en nuestras manos y que nos ama.

En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno con él. De este modo, nos inserta también en la comunidad de los hermanos, y la comunión con el Señor siempre es también comunión con las hermanas y los hermanos. Y vemos la belleza de esta comunión que nos da la santa Eucaristía.

Aquí tocamos una dimensión ulterior de la Eucaristía, a la que también quisiera referirme antes de concluir. El Cristo que encontramos en el Sacramento es el mismo aquí, en Bari, y en Roma; en Europa y en América, en África, en Asia y en Oceanía. El único y el mismo Cristo está presente en el pan eucarístico de todos los lugares de la tierra. Esto significa que sólo podemos encontrarlo junto con todos los demás. Sólo podemos recibirlo en la unidad. ¿No es esto lo que nos ha dicho el apóstol san Pablo en la lectura que acabamos de escuchar? Escribiendo a los Corintios, afirma: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1 Co 10, 17).

La consecuencia es clara: no podemos comulgar con el Señor, si no comulgamos entre nosotros. Si queremos presentaros ante él, también debemos ponernos en camino para ir al encuentro unos de otros. Por eso, es necesario aprender la gran lección del perdón: no dejar que se insinúe en el corazón la polilla del resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro, abrir el corazón a la comprensión, a la posible aceptación de sus disculpas y al generoso ofrecimiento de las propias.

miércoles, 24 de febrero de 2016

Benedicto XVI, Carta "Summorum Pontificum", sobre el uso de la liturgia anterior a 1970 (2007)

Textos de Benedicto XVI

CARTA DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS QUE ACOMPAÑA LA
CARTA APOSTÓLICA "MOTU PROPRIO DATA"
SUMMORUM PONTIFICUM

SOBRE EL USO DE LA LITURGIA ROMANA
ANTERIOR A LA REFORMA EFECTUADA EN 1970

Queridos Hermanos en el Episcopado:

Con gran confianza y esperanza pongo en vuestras manos de Pastores el texto de una nueva Carta Apostólica “Motu Proprio data” sobre el uso de la liturgia romana anterior a la reforma efectuada en 1970. El documento es fruto de largas reflexiones, múltiples consultas y de oración.

Noticias y juicios hechos sin información suficiente han creado no poca confusión. Se han dado reacciones muy divergentes, que van desde una aceptación con alegría a una oposición dura, a un proyecto cuyo contenido en realidad no se conocía.

A este documento se contraponían más directamente dos temores, que quisiera afrontar un poco más de cerca en esta carta.

En primer lugar existe el temor de que se menoscabe la Autoridad del Concilio Vaticano II y de que una de sus decisiones esenciales – la reforma litúrgica – se ponga en duda. Este temor es infundado. Al respecto, es necesario afirmar en primer lugar que el Misal, publicado por Pablo VI y reeditado después en dos ediciones sucesivas por Juan Pablo II, obviamente es y permanece la Forma normal – la Forma ordinaria – de la Liturgia Eucarística. La última redacción del Missale Romanum, anterior al Concilio, que fue publicada con la autoridad del Papa Juan XXIII en 1962 y utilizada durante el Concilio, podrá, en cambio, ser utilizada como Forma extraordinaria de la Celebración litúrgica. Non es apropiado hablar de estas dos redacciones del Misal Romano como si fueran “dos Ritos”. Se trata, más bien, de un doble uso del mismo y único Rito.

Por lo que se refiere al uso del Misal de 1962, como Forma extraordinaria de la Liturgia de la Misa, quisiera llamar la atención sobre el hecho de que este Misal no ha sido nunca jurídicamente abrogado y, por consiguiente, en principio, ha quedado siempre permitido. En el momento de la introducción del nuevo Misal, no pareció necesario emitir normas propias para el posible uso del Misal anterior. Probablemente se supuso que se trataría de pocos casos singulares que podrían resolverse, caso por caso, en cada lugar. Después, en cambio, se demostró pronto que no pocos permanecían fuertemente ligados a este uso del Rito romano que, desde la infancia, se les había hecho familiar. Esto sucedió, sobre todo, en los Países en los que el movimiento litúrgico había dado a muchas personas una notable formación litúrgica y una profunda e íntima familiaridad con la Forma anterior de la Celebración litúrgica. Todos sabemos que, en el movimiento guiado por el Arzobispo Lefebvre, la fidelidad al Misal antiguo llegó a ser un signo distintivo externo; pero las razones de la ruptura que de aquí nacía se encontraban más en profundidad. Muchas personas que aceptaban claramente el carácter vinculante del Concilio Vaticano II y que eran fieles al Papa y a los Obispos, deseaban no obstante reencontrar la forma, querida para ellos, de la sagrada Liturgia. Esto sucedió sobre todo porque en muchos lugares no se celebraba de una manera fiel a las prescripciones del nuevo Misal, sino que éste llegó a entenderse como una autorización e incluso como una obligación a la creatividad, lo cual llevó a menudo a deformaciones de la Liturgia al límite de lo soportable. Hablo por experiencia porque he vivido también yo aquel periodo con todas sus expectativas y confusiones. Y he visto hasta qué punto han sido profundamente heridas por las deformaciones arbitrarias de la Liturgia personas que estaban totalmente radicadas en la fe de la Iglesia.

El Papa Juan Pablo II se vio por tanto obligado a ofrecer con el Motu Proprio “Ecclesia Dei” del 2 de julio de 1988, un cuadro normativo para el uso del Misal de 1962, pero que no contenía prescripciones detalladas sino que apelaba, en modo más general, a la generosidad de los Obispos respecto a las “justas aspiraciones” de aquellos fieles que pedían este uso del Rito romano. En aquel momento el Papa quería ayudar de este modo sobre todo a la Fraternidad San Pío X a reencontrar la plena unidad con el Sucesor de Pedro, intentando curar una herida que era sentida cada vez con más dolor. Por desgracia esta reconciliación hasta ahora no se ha logrado; sin embargo una serie de comunidades han utilizado con gratitud las posibilidades de este Motu Proprio. Permanece difícil, en cambio, la cuestión del uso del Misal de 1962 fuera de estos grupos, para los cuales faltaban normas jurídicas precisas, sobre todo porque a menudo los Obispos en estos casos temían que la autoridad del Concilio fuera puesta en duda. Enseguida después del Concilio Vaticano II se podía suponer que la petición del uso del Misal de 1962 se limitaría a la generación más anciana que había crecido con él, pero desde entonces se ha visto claramente que también personas jóvenes descubren esta forma litúrgica, se sienten atraídos por ella y encuentran en la misma una forma, particularmente adecuada para ellos, de encuentro con el Misterio de la Santísima Eucaristía. Así ha surgido la necesidad de un reglamento jurídico más claro que, en tiempos del Motu Proprio de 1988 no era previsible; estas Normas pretenden también liberar a los Obispos de tener que valorar siempre de nuevo cómo responder a las diversas situaciones.

En segundo lugar, en las discusiones sobre el esperado Motu Proprio, se expresó el temor de que una más amplia posibilidad de uso del Misal de 1962 podría llevar a desórdenes e incluso a divisiones en las comunidades parroquiales. Tampoco este temor me parece realmente fundado. El uso del Misal antiguo presupone un cierto nivel de formación litúrgica y un acceso a la lengua latina; tanto uno como otro no se encuentran tan a menudo. Ya con estos presupuestos concretos se ve claramente que el nuevo Misal permanecerá, ciertamente, la Forma ordinaria del Rito Romano, no sólo por la normativa jurídica sino por la situación real en que se encuentran las comunidades de fieles.

Es verdad que no faltan exageraciones y algunas veces aspectos sociales indebidamente vinculados a la actitud de los fieles que siguen la antigua tradición litúrgica latina. Vuestra caridad y prudencia pastoral serán estímulo y guía para un perfeccionamiento. Por lo demás, las dos Formas del uso del Rito romano pueden enriquecerse mutuamente: en el Misal antiguo se podrán y deberán inserir nuevos santos y algunos de los nuevos prefacios. La Comisión “Ecclesia Dei”, en contacto con los diversos entes locales dedicados al usus antiquior, estudiará las posibilidades prácticas. En la celebración de la Misa según el Misal de Pablo VI se podrá manifestar, en un modo más intenso de cuanto se ha hecho a menudo hasta ahora, aquella sacralidad que atrae a muchos hacia el uso antiguo. La garantía más segura para que el Misal de Pablo VI pueda unir a las comunidades parroquiales y sea amado por ellas consiste en celebrar con gran reverencia de acuerdo con las prescripciones; esto hace visible la riqueza espiritual y la profundidad teológica de este Misal.

De este modo he llegado a la razón positiva que me ha motivado a poner al día mediante este Motu Proprio el de 1988. Se trata de llegar a una reconciliación interna en el seno de la Iglesia. Mirando al pasado, a las divisiones que a lo largo de los siglos han desgarrado el Cuerpo de Cristo, se tiene continuamente la impresión de que en momentos críticos en los que la división estaba naciendo, no se ha hecho lo suficiente por parte de los responsables de la Iglesia para conservar o conquistar la reconciliación y la unidad; se tiene la impresión de que las omisiones de la Iglesia han tenido su parte de culpa en el hecho de que estas divisiones hayan podido consolidarse. Esta mirada al pasado nos impone hoy una obligación: hacer todos los esfuerzos para que a todos aquellos que tienen verdaderamente el deseo de la unidad se les haga posible permanecer en esta unidad o reencontrarla de nuevo. Me viene a la mente una frase de la segunda carta a los Corintios donde Pablo escribe: “Corintios, os hemos hablado con toda franqueza; nuestro corazón se ha abierto de par en par. No está cerrado nuestro corazón para vosotros; los vuestros sí que lo están para nosotros. Correspondednos; ... abríos también vosotros” (2 Cor 6,11-13). Pablo lo dice ciertamente en otro contexto, pero su invitación puede y debe tocarnos a nosotros, justamente en este tema. Abramos generosamente nuestro corazón y dejemos entrar todo a lo que la fe misma ofrece espacio.

No hay ninguna contradicción entre una y otra edición del Missale Romanum. En la historia de la Liturgia hay crecimiento y progreso pero ninguna ruptura. Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser improvisamente totalmente prohibido o incluso perjudicial. Nos hace bien a todos conservar las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y de darles el justo puesto. Obviamente para vivir la plena comunión tampoco los sacerdotes de las Comunidades que siguen el uso antiguo pueden, en principio, excluir la celebración según los libros nuevos. En efecto, no sería coherente con el reconocimiento del valor y de la santidad del nuevo rito la exclusión total del mismo.

En conclusión, queridos Hermanos, quiero de todo corazón subrayar que estas nuevas normas no disminuyen de ningún modo vuestra autoridad y responsabilidad ni sobre la liturgia, ni sobre la pastoral de vuestros fieles. Cada Obispo, en efecto es el moderador de la liturgia en la propia diócesis (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 22: “Sacrae Liturgiae moderatio ab Ecclessiae auctoritate unice pendet quae quidem est apud Apostolicam Sedem et, ad normam iuris, apud Episcoporum”).

Por tanto, no se quita nada a la autoridad del Obispo cuyo papel será siempre el de vigilar para que todo se desarrolle con paz y serenidad. Si surgiera algún problema que el párroco no pueda resolver, el Ordinario local podrá siempre intervenir, pero en total armonía con cuanto establecido por las nuevas normas del Motu Proprio.

Además os invito, queridos Hermanos, a escribir a la Santa Sede un informe sobre vuestras experiencias tres años después de que entre en vigor este Motu Proprio. Si vinieran a la luz dificultades serias se buscarían vías para encontrar el remedio.

Queridos Hermanos, con ánimo agradecido y confiado, confío a vuestro corazón de Pastores estas páginas y las normas del Motu Proprio. Recordemos siempre las palabras que el Apóstol Pablo dirigió a los presbíteros de Efeso “Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo” (Hechos 20,28).

Confío a la potente intercesión de María, Madre de la Iglesia, estas nuevas normas e imparto de corazón mi Bendición Apostólica a Vosotros, queridos Hermanos, a los párrocos de vuestras diócesis y a todos los sacerdotes, vuestros colaboradores, así como a todos vuestros fieles.

Dado en San Pedro, el 7 de Julio 2007.

CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE MOTU PROPRIO
SUMMORUM PONTIFICUM

DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI

Los sumos pontífices se han preocupado constantemente hasta nuestros días de que la Iglesia de Cristo ofreciese a la Divina Majestad un culto digno de «alabanza y gloria de su nombre» y «para el bien de toda su Santa Iglesia».

Desde tiempo inmemorial, y también para el futuro, es necesario mantener el principio según el cual, «cada Iglesia particular debe concordar con la Iglesia Universal, no sólo en cuanto a la doctrina de la fe y los signos sacramentales sino también en cuanto a los usos universales aceptados por la tradición apostólica y continua. Éstos han de observarse no sólo para evitar errores, sino también para transmitir la integridad de la fe y para que la ley de la oración de la Iglesia se corresponda a su ley de la fe. [1] Entre los pontífices que tuvieron esa preocupación resalta el nombre de San Gregorio Magno, que hizo todo lo posible para que se transmitiera a los nuevos pueblos de Europa tanto la fe católica como los tesoros del culto y de la cultura acumulados por los romanos en los siglos precedentes. Ordenó que fuera definida y conservada la forma de la Sagrada Liturgia relativa tanto al Sacrificio de la Misa como al Oficio Divino, en el modo en que se celebraba en la Urbe. Promovió con la máxima atención la difusión de los monjes y monjas que, actuando según la regla de San Benito, siempre junto al anuncio del Evangelio, ejemplificaron con su vida la saludable máxima de la Regla: «Nada se anteponga a la obra de Dios» (cap. 43). De esa forma, la Sagrada Liturgia, celebrada según el uso romano, no solamente enriqueció la fe y la piedad, sino también la cultura de muchas poblaciones. Consta efectivamente que la liturgia latina de la Iglesia en sus varias formas, en todos los siglos de la era cristiana, ha impulsado en la vida espiritual a numerosos santos y ha reforzado a tantos pueblos en la virtud de la religión y ha fecundado su piedad.

En el transcurso de los siglos, muchos otros pontífices romanos han mostrado una particular solicitud para que la Sagrada Liturgia manifestara de la forma más eficaz esta tarea. Entre ellos destaca san Pío V, que animado por gran celo pastoral tras la exhortación de Concilio de Trento, renovó todo el culto de la Iglesia, revisó la edición de los libros litúrgicos enmendados y, «renovados según la norma de los Padres», los puso en uso en la Iglesia Latina. Entre los libros litúrgicos del rito romano, resalta el Misal Romano, que tuvo su desarrollo en la ciudad de Roma, y que, poco a poco, con el transcurso de los siglos, tomó formas que tienen gran semejanza con las vigentes en tiempos más recientes.

«Este mismo objetivo fue perseguido por los Romanos Pontífices a lo largo de los siglos siguientes, asegurando la puesta al día, definiendo los ritos y los libros litúrgicos, y emprendiendo, desde el comienzo de este siglo, una reforma más general». [2] Así actuaron nuestros predecesores Clemente VIII, Urbano VIII, san Pío X, [3] Benedicto XV, Pío XII y el beato Juan XXIII.En tiempos recientes, el Concilio Vaticano II expresó el deseo de que la debida y respetuosa reverencia respecto al culto divino se renovase de nuevo y se adaptase a las necesidades de nuestra época. Movido por este deseo, nuestro predecesor, el Sumo Pontífice Pablo VI, aprobó en 1970 para la Iglesia latina los libros litúrgicos reformados, y en parte renovados. Éstos, traducidos a las diversas lenguas del mundo, fueron acogidos de buen grado por los obispos, sacerdotes y fieles. Juan Pablo II revisó la tercera edición típica del Misal Romano. Así, los Romanos Pontífices se han ocupado de que «esta especie de edificio litúrgico (...) apareciese nuevamente esplendoroso por dignidad y armonía». [4]

En algunas regiones, sin embargo, no pocos fieles adhirieron y siguen adhiriéndose con mucho amor y afecto a las anteriores formas litúrgicas, que habían impregnado su cultura y su espíritu de manera tan profunda, que el Sumo Pontífice Juan Pablo II, movido por la preocupación pastoral respecto a estos fieles, en el año 1984, con el indulto especial «Quattuor abhinc annos», emitido por la Congregación para el Culto Divino, concedió la facultad de usar el Misal Romano editado por el beato Juan XXIII en el año 1962; más tarde, en el año 1988, con la Carta Apostólica «Ecclesia Dei», dada en forma de Motu Proprio, Juan Pablo II exhortó a los obispos a utilizar amplia y generosamente esta facultad en favor de todos los fieles que lo solicitasen.Después de la consideración por parte de nuestro predecesor Juan Pablo II de las insistentes peticiones de estos fieles, tras haber escuchado a los Padres Cardenales en el consistorio del 22 de marzo de 2006, y haber reflexionado profundamente sobre cada uno de los aspectos de la cuestión, invocando al Espíritu Santo y contando con la ayuda de Dios, con las presente Carta Apostólica establecemos lo siguiente:

Art. 1.- El Misal Romano promulgado por Pablo VI es la expresión ordinaria de la «Lex orandi» («Ley de la oración»), de la Iglesia católica de rito latino. No obstante, el Misal Romano promulgado por san Pío V, y nuevamente por el beato Juan XXIII, debe considerarse como expresión extraordinaria de la misma «Lex orandi» y gozar del respeto debido por su uso venerable y antiguo. Estas dos expresiones de la «Lex orandi» de la Iglesia en modo alguno inducen a una división de la «Lex credendi» («Ley de la fe») de la Iglesia; en efecto, son dos usos del único rito romano.Por eso es lícito celebrar el Sacrificio de la Misa según la edición típica delMisal Romano promulgado por el beato Juan XXIII en 1962, que nuunca se ha abrogado, como forma extraordinaria de la Liturgia de la Iglesia. Las condiciones para el uso de este misal establecidas en los documentos anteriores «Quattuor abhinc annis» y «Ecclesia Dei», se sustituirán como se establece a continuación:

Art. 2.- En las Misas celebradas sin el pueblo, todo sacerdote católico de rito latino, tanto secular como religioso, puede utilizar tanto el Misal Romano editado por el beato Papa Juan XXIII en 1962 como el Misal Romano promulgado por el Papa Pablo VI en 1970, en cualquier día, exceptuado el Triduo Sacro. Para dicha celebración, siguiendo uno u otro misal, el sacerdote no necesita permiso alguno, ni de la Sede Apostólica ni de su Ordinario.

Art. 3.- Las comunidades de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica, tanto de derecho pontificio como diocesano, que deseen celebrar la Santa Misa según la edición del Misal Romano promulgado en 1962 en la celebración conventual o «comunitaria» en sus oratorios propios, pueden hacerlo. Si una sola comunidad o un entero Instituto o Sociedad quiere llevar a cabo dichas celebraciones a menudo o habitualmente o permanentemente, la decisión compete a los Superiores mayores según las normas del derecho y según las reglas y los estatutos particulares.

Art. 4.- A la celebración de la Santa Misa, a la que se refiere el artículo 2, también pueden ser admitidos —observadas las normas del derecho— los fieles que lo pidan voluntariamente.

Art. 5. § 1. En las parroquias donde haya un grupo estable de fieles adherentes a la precedente tradición litúrgica, el párroco acogerá de buen grado su petición de celebrar la Santa Misa según el rito del Misal Romano editado en 1962. Debe procurar que el bien de estos fieles se armonice con la atención pastoral ordinaria de la parroquia, bajo la guía del obispo como establece el can. 392, evitando la discordia y favoreciendo la unidad de toda la Iglesia.

§ 2. La celebración según el Misal del beato Juan XXIII puede tener lugar en día ferial; los domingos y las festividades puede haber también una celebración de ese tipo.

§ 3. El párroco permita también a los fieles y sacerdotes que lo soliciten la celebración en esta forma extraordinaria en circunstancias particulares, como matrimonios, exequias o celebraciones ocasionales, como por ejemplo las peregrinaciones.

§ 4. Los sacerdotes que utilicen el Misal del beato Juan XXIII deben ser idóneos y no tener ningún impedimento jurídico.§ 5. En las iglesias que no son parroquiales ni conventuales, es compe­tencia del Rector conceder la licencia más arriba citada.

Art. 6. En las misas celebradas con el pueblo según el Misal del beato Juan XXIII, las lecturas pueden ser proclamadas también en lengua vernácula, usando ediciones reconocidas por la Sede Apostólica.

Art. 7. Si un grupo de fieles laicos, como los citados en el art. 5, § 1, no ha obtenido satisfacción a sus peticiones por parte del párroco, informe al obispo diocesano. Se invita vivamente al obispo a satisfacer su deseo. Si no puede proveer a esta celebración, el asunto se remita a la Pontificia Comisión «Ecclesia Dei».

Art. 8. El obispo, que desea responder a estas peticiones de los fieles laicos, pero que por diferentes causas no puede hacerlo, puede indicarlo a la Comisión «Ecclesia Dei» para que le aconseje y le ayude.

Art. 9. § 1. El párroco, tras haber considerado todo atentamente, puede conceder la licencia para usar el ritual precedente en la administración de los sacramentos del Bautismo, del Matrimonio, de la Penitencia y de la Unción de Enfermos, si lo requiere el bien de las almas.

§ 2. A los ordinarios se concede la facultad de celebrar el sacramento de la Confirmación usando el precedente Pontifical Romano, siempre que lo requiera el bien de las almas.§ 3. A los clérigos constituidos «in sacris» es lícito usar el Breviario Romano promulgado por el Beato Juan XXIII en 1962.

Art. 10. El ordinario del lugar, si lo considera oportuno, puede erigir una parroquia personal según la norma del canon 518 para las celebraciones con la forma antigua del rito romano, o nombrar un capellán, observadas las normas del derecho.

Art. 11. La Pontificia Comisión «Ecclesia Dei», erigida por Juan Pablo II en 1988, sigue ejerciendo su misión. [5] Esta Comisión debe tener la forma, y cumplir las tareas y las normas que el Romano Pontífice quiera atribuirle.

Art. 12. La misma Comisión, además de las facultades de las que ya goza, ejercerá la autoridad de la Santa Sede vigilando sobre la observancia y aplicación de estas disposiciones.

Todo cuanto hemos establecido con esta Carta Apostólica en forma de Motu Proprio, ordenamos que se considere «establecido y decretado» y que se observe desde el 14 de septiembre de este año, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, sin que obste nada en contrario.Dado en Roma, en San Pedro, el 7 de julio de 2007, tercer año de mi Pontificado.

BENEDICTUS PP. XVI

NOTAS

[1] Ordenación General del Misal Romano, 3ª ed. 2002, n. 397.

[2] JUAN PABLO II, Carta. ap. Vicesimus quintus annus, 4 dicembre 1988, 3: AAS 81 (1989), 899

[3] Ibíd.

[4] S. PÍO X, Carta. ap. en forma de Motu proprio, Abhinc duos annos, 23 octubre 1913: AAS 5 (1913), 449-450; cf. JUAN PABLO II, Carta. ap. Vicesimus quintus annus, 3: AAS 81 (1989), 899.

[5] Cf. JUAN PABLO II, Lett. ap. en forma de Motu proprio Ecclesia Dei, 2 julio 1988, 6: AAS 80 (1988), 1498.

martes, 23 de febrero de 2016

Ordenación General del Misal Romano nn. 112-170.

Ordenación General del Misal Romano

CAPÍTULO IV. DIVERSAS FORMAS DE CELEBRAR LA MISA

112. En una Iglesia local corresponde evidentemente el primer puesto, por su significado, a la Misa presidida por el Obispo, rodeado de su presbiterio, diáconos y ministros laicos [Cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const. sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 41], y en la que el pueblo santo de Dios participa plena y activamente. En ésta, en efecto, es donde se realiza la principal manifestación de la Iglesia.
En la Misa que celebra el Obispo, o que él preside sin que celebre la Eucaristía, obsérvense las normas que se encuentran en el Ceremonial de Obispos [Cf. Ceremonial de los Obispos, nn. 119-186].

113. Téngase también en gran estima la Misa que se celebra con una determinada comunidad, sobre todo con la parroquial, puesto que representa a la Iglesia universal en un tiempo y lugar definidos, sobre todo en la Celebración comunitaria del domingo [Cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const. sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, n. 42; Const. dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 28; Decr. sobre el ministerio y vida de los presbíteros, Presbyterorum ordinis, n. 5; S. CONGR. DE RITOS, Instr. Eucharisticum mysterium, del 25 de mayo de 1967, n. 26: A.A.S. 59 (1967), p. 555].

114. Entre las Misas celebradas por determinadas comunidades, ocupa un puesto singular la Misa conventual, que es una parte del Oficio cotidiano, o la Misa que se llama «de comunidad». Y aunque estas Misas no exigen ninguna forma peculiar de celebración, con todo es muy conveniente que sean cantadas, y sobre todo con la plena participación de todos los miembros de la comunidad, religiosos o canónigos. Por consiguiente, en esas Misas ejerza cada uno su propio oficio, según el Orden o ministerio recibido. Conviene, pues, en estos casos, que todos los sacerdotes que no están obligados a celebrar en forma individual por alguna utilidad pastoral de los fieles, a ser posible, concelebren en estas Misas. Más aún, todos los sacerdotes pertenecientes a una comunidad, que tengan la obligación de celebrar en forma individual por el bien pastoral de los fieles, pueden concelebrar el mismo día en la Misa conventual o «de comunidad» [Cf. S. CONGR. DE RITOS, lnstr. Eucharisticum mysterium, del 25 de mayo de 1967, n. 47: A.A.S. 59 (1967), p. 565]. Porque es preferible que los presbíteros que asisten a la celebración eucarística, a no ser que una causa justa les excuse, ejerzan el ministerio propio de su orden y, en consecuencia, participen como concelebrantes, revestidos con los ornamentos sagrados. Si no concelebran, llevan el hábito coral propio o la sobrepelliz sobre el traje talar.

Respecto a la Misa de "comunidad", pienso que hay que presuponer y entender lo indicado en el n. 199 de esta misma Ordenación.

I. LA MISA CON PUEBLO

115. Por «Misa con pueblo» se entiende la que se celebra con participación de los fieles. Conviene que, mientras sea posible, sobre todo los domingos y fiestas de precepto, tenga lugar esta celebración con canto y con el número adecuado de ministros [Cf. ibidem, n. 26: A.A.S. 59 (1967), p. 555; Instr. Musicam sacram, del 5 de marzo de 1967, nn. 16, 27: A.A.S. 59 (1967), pp. 305, 308]; sin embargo, puede también celebrarse sin canto y con un solo ministro.

116. En toda celebración de la Misa, si asiste un diácono, éste ha de ejercer su ministerio. Conviene que al sacerdote celebrante le asista de ordinario un acólito, un lector y un cantor. Pero el rito que se describe a continuación prevé la posibilidad de un número mayor de ministros.

Los párrocos y rectores deben cuidar que los domingos y días de precepto las Misas con pueblo sean celebraciones modélicas en cuanto a la participación de los fieles, mediante el canto y los ministros que ayudan. En concreto hay 3 ministerios capitales: los acólitos, los lectores y los que dirigen los cantos.

117. Cúbrase el altar al menos con un mantel de color blanco. Sobre el altar, o cerca del mismo, colóquese en cada celebración un mínimo de dos candeleros con sus velas encendidas o incluso cuatro o seis, especialmente si se trata de la misa dominical, o festiva de precepto, y si celebra el Obispo diocesano, siete. También sobre el altar o cerca del mismo ha de haber una cruz con la imagen de Cristo crucificado. Los candeleros y la cruz, con la imagen de Cristo crucificado, pueden llevarse en la procesión de entrada. Sobre el altar puede ponerse, a no ser que también éste se lleve en la procesión de entrada, el Evangeliario, distinto del libro de las restantes lecturas.

Se trata aquí de lo que hay que preparar para la Misa relacionado con el altar: al menos un mantel blanco (está claro que pueden ser más de uno, y que conviene que estén blancos, limpios). Al menos dos candeleros con las velas encendidas (los días de diario) y que sean 4 o 6 los domingos y fiestas o celebraciones más solemnes. Respecto al Crucifijo hay que remitirse a las recientes indicaciones de la Oficina para las celebraciones litúrgicas del Sumo Pontífice, que subrayan la importancia de su colocación en el centro del altar.

118. Prepárese también:
a) Junto a la sede del sacerdote: el misal y, según convenga, el libro de los cantos;
b) En el ambón: el leccionario;
c) En la credencia: el cáliz, el corporal, el purificador, la palia, si se usa; la patena y los copones si son necesarios; el pan para la Comunión del sacerdote que preside, del diácono, de los ministros y del pueblo; las vinajeras con el vino y el agua, a no ser que lo vayan a ofrecer los fieles en la procesión del ofertorio; el recipiente de agua que se va a bendecir, si se realiza la aspersión; la bandeja para la Comunión de los fieles y todo lo que hace falta para la ablución de las manos.
Es loable cubrir el cáliz con un velo, que podrá ser o del color del día o de color blanco.

En España existe el libro de la sede que facilita que el Misal sólo se use en el altar, y no tener que trasladarlo de la sede al altar y viceversa. También en España existe un libro de cantos oficial, aprobado por la Conferencia Episcopal Española, el Cantoral Litúrgico Nacional (en abreviaturas CLN). Es evidente que tanto el libro de la sede, como el de cantos, y el Misal han de estar, antes de la celebración, previamente señalizados para agilizar su uso durante la Misa. En la celebración habitual, si hay un acólito, en la credencia estará el cáliz, sobre él -inmediatamente- el purificador, y encima de éste la patena con la forma grande del sacerdote, encima se puede poner la palia -si se usa, muy recomendable para que no caigan insectos u otras cosas en el vino-, y el corporal (muchos lo tienen dentro de una carpeta o funda, para evitar que se ensucie con su uso frecuente), y todo ello cubierto con el velo del cáliz del color del día, o blanco, que es el color de la Eucaristía. En el caso de que no haya acólito todo ello se puede colocar a un extremo del altar. También en la credencia estarán los copones o píxides para la comunión de los fieles, las vinajeras, el lavabo y las bandejas para la comunión. 

119. Prepárense en la sacristía, según las diversas formas de celebración, las vestiduras sagradas (cf. nn. 337-341) del sacerdote, del diácono y de los otros ministros:
a) Para el sacerdote: el alba, la estola y la casulla;
b) Para el diácono: el alba, la estola y la dalmática. Esta última, por necesidad o por grado inferior de solemnidad, puede omitirse;
c) Para los demás ministros: albas u otras vestiduras legítimamente aprobadas [Cf. Instrucción interdicasterial sobre algunas cuestiones acerca de la cooperación de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes, Ecclesiae de mysterio, del 15 agosto de 1997, art. 6: A.A.S. 89 (1997), p. 869].
Todos los que usan el alba, empleen el cíngulo y el amito, a no ser que la forma del alba no lo exija.
Cuando se hace procesión de entrada se prepara también el Evangeliario; en los domingos y días festivos, si se va a emplear el incienso, se preparan también el incensario y la naveta con incienso, la cruz procesional y los ciriales con las velas encendidas.

La casulla, sobre la estola y el alba -ceñida con el cíngulo-, es la vestidura propia del sacerdote celebrante en la Misa, y se ha de usar siempre. El amito, el paño blanco que alrededor del cuello (a modo de sudario) cubre la camisa y el alzacuellos, es necesario cuando el alba no los cubre y tiene, además, una función higiénica, especialmente cuando hace calor, que impide que se estropeen y ensucien las demás vestiduras.

A) Misa sin Diácono

Ritos iniciales

120. Reunido el pueblo, el sacerdote y los ministros, revestidos cada uno con sus vestiduras sagradas, avanzan hacia el altar por este orden:
a) El turiferario con el incensario humeante, si se emplea el incienso;
b) Los ministros que llevan los ciriales encendidos, y, en medio de ellos, el acólito u otro ministro con la cruz;
c) Los acólitos y otros ministros;
d) El lector, que puede llevar el Evangeliario, no el Leccionario, algo elevado;
e) El sacerdote que va a presidir la Misa.
Si se emplea el incienso, el sacerdote lo pone en el incensario antes de que la procesión se ponga en marcha y lo bendice con el signo de la cruz sin decir nada.

Empezamos con la Misa dominical o ferial, como es costumbre en la mayoría de las iglesias. El incienso se puede reservar para las celebraciones más solemnes. Si no hay diácono el uso del Evangeliario puede reservarse para concelebraciones y solemnidades. En cuanto a ministros, los acólitos pueden ir en la procesión, mientras que los lectores y cantores pueden estar en sus sitios en la iglesia hasta que realicen su ministerio, desde el ambón u otro lugar apropiado del presbiterio.

121. Mientras se hace la procesión hacia el altar, se entona el canto de entrada (cf. nn. 47-48).

122. Cuando han llegado al altar, el sacerdote y los ministros hacen una profunda inclinación.
La cruz, con la imagen de Cristo crucificado, si se lleva en procesión, puede colocarse junto al altar, para que sea la cruz del altar, que debe ser única; de otro modo, se coloca en un lugar digno; los candeleros se colocan sobre el altar o junto a él; conviene depositar el Evangeliario sobre el altar.

123. El sacerdote accede al altar y lo venera con un beso. Luego, según la oportunidad, inciensa la cruz y el altar rodeándolo.

La Misa dominical empieza con la PROCESIÓN y el CANTO DE ENTRADA. El sacerdote ha de procurar que a una señal comience el CORO, o los cantores, a incoar el canto, para que el pueblo lo siga, pues todo el pueblo ha de participar cantando. Para eso hay que tener previstos los cantos y que el pueblo pueda disponer antes de la Misa de los textos que se van a cantar en hojas, folletos o libros de cantos.
Es muy recomendable que el sacerdote vaya precedido -al menos- por ACÓLITOS o MONAGUILLOS. Éstos se pueden seleccionar de entre los chicos que han hecho la Primera Comunión. Alimentar ese grupo de monaguillos, formarlos, animarles mediante actividades diversas apropiadas a su edad, ha sido tradicionalmente un fermento de vocaciones sacerdotales.
El hecho de que los monaguillos o acólitos sean sólo varones no debe de considerarse una discriminación para las chicas. Las MUJERES, a partir de las edades posteriores a la Primera comunión pueden y deben colaborar en las celebraciones como lectoras, cantoras o azafatas. Esta última función ha tenido mucho éxito en iglesias y parroquias: colocan a la gente en sus sitios, cuidan de los más pequeños para que los padres puedan participar con más atención en la Misa, distribuyen las hojas o folletos de cantos, acompañan a los ancianos, cuidan del orden en la nave de la iglesia, etc.

124. Terminado esto, el sacerdote va a su sede. Una vez concluido el canto de entrada, todos, sacerdote y fieles, de pie, hacen la señal de la cruz. El sacerdote empieza: En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. El pueblo responde: Amén.
Luego el sacerdote, de cara al pueblo y extendiendo las manos, saluda a la asamblea usando una de las fórmulas propuestas. Puede también, él u otro ministro, introducir a los fieles a la Misa del día con brevísimas palabras.

125. Sigue el acto penitencial. Después se canta o se recita el Señor, ten piedad según las rúbricas (cf. n. 52).

126. En determinadas celebraciones, se canta o se recita el Gloria (cf. n. 53).

127. Luego el sacerdote con las manos juntas invita al pueblo a orar diciendo: Oremos. Todos, juntamente con el sacerdote, oran en silencio durante breve tiempo. Entonces el sacerdote, con las manos extendidas, dice la oración colecta, y cuando ésta termina, el pueblo aclama: Amén.

Los ritos iniciales introducen a todos los fieles para que la celebración lleve a la unión con Dios en un clima de oración, por eso tanto el canto de entrada como la monición del sacerdote deben favorecer ese clima.

Liturgia de la palabra

128. Terminada la oración colecta, todos se sientan. El sacerdote puede introducir a los fieles en la liturgia de la palabra con brevísimas palabras. El lector se dirige al ambón, y, del leccionario, colocado allí antes de iniciarse la Misa, proclama la primera lectura, que todos escuchan. Al final, el lector pronuncia la aclamación: Palabra de Dios y todos responden: Te alabamos, Señor.
En este momento puede guardarse, si conviene, un breve tiempo de silencio para que todos mediten lo que han escuchado.

129. Después, el salmista o el mismo lector recita los versículos del salmo, y el pueblo va diciendo la respuesta del modo acostumbrado.

130. Si hay una segunda lectura antes del Evangelio, el lector la proclama desde el ambón, mientras todos escuchan, y al final responden a la aclamación como se indica más arriba (n. 128). Luego, si se ve oportuno, puede guardarse un breve tiempo de silencio.

131. Después todos se ponen en pie y se canta el Aleluya u otro canto, según las exigencias del tiempo litúrgico (cf. nn. 62-64).

Los lectores, si suben al presbiterio desde la nave, hacen reverencia al altar (o genuflexión al Santísimo) al subir y antes de retirarse, y hacen las lecturas desde el ambón, con voz alta y clara (si es necesario ensayan antes de empezar la Misa) pronunciando bien, especialmente si hay micrófono, los finales de las palabras. En el canto o recitación del salmo responsorial, el salmista canta o recita la respuesta junto con el pueblo, para que el pueblo pueda proclamar fácilmente la estrofa de respuesta. Es importante cantar el aleluya o el versículo antes del Evangelio, para anunciar la importancia de la proclamación del Evangelio.

132. Mientras se canta el Aleluya u otro canto, el sacerdote, si se emplea el incienso, lo pone en el incensario y lo bendice. Luego, con las manos juntas y profundamente inclinado ante el altar, dice en secreto: Purifica mi corazón.

133. Después toma el Evangeliario, si está en el altar, y precedido por los ayudantes laicos, que pueden llevar el incensario y los ciriales, se acerca al ambón llevando el Evangeliario algo elevado. Los presentes se vuelven hacia el ambón manifestando así una especial reverencia al Evangelio de Cristo.

134. Llegado al ambón, el sacerdote abre el libro y, con las manos juntas, dice: El Señor esté con vosotros, y el pueblo responde: Y con tu espíritu, y después: Lectura del santo Evangelio..., trazando la cruz sobre el libro con el pulgar, y luego sobre su propia frente, boca y pecho, lo cual también hacen todos los demás. El pueblo aclama, diciendo: Gloria a ti, Señor. El sacerdote, si se utiliza el incienso, inciensa el libro (cf. nn. 276-277). Después proclama el Evangelio y al final pronuncia la aclamación Palabra del Señor y todos responden Gloria a ti, Señor Jesús. El sacerdote besa el libro diciendo en secreto: Las palabras del Evangelio. 
135. Si no hay lector, el mismo sacerdote hará todas las lecturas y el salmo de pie en el ambón. Allí mismo, si se emplea el incienso, lo pone en el incensario y lo bendice, y profundamente inclinado dice: Purifica mi corazón.

El sacerdote antes de proclamar el Evangelio, se inclina delante del altar y recita en secreto "Munda cor meum...." ("Purifica mi corazón..."). Este gesto, visible al pueblo -aunque no se use incienso- señala la importancia del Evangelio sobre todas lecturas bíblicas.

136. El sacerdote, de pie en la sede o en el mismo ambón, o en otro lugar idóneo, si conviene, pronuncia la homilía; una vez terminada, puede guardarse un tiempo de silencio.

137. El Símbolo lo canta o lo recita el sacerdote juntamente con el pueblo (cf. n. 68), estando todos de pie. A las palabras: Y por obra del Espíritu Santo se encarnó..., etc., o que fue concebido..., etc., todos se inclinan profundamente; pero en las solemnidades de la Anunciación y de la Natividad del Señor, se arrodillan.

138. Una vez dicho el símbolo, el sacerdote, de pie junto a la sede, con las manos juntas, invita a los fieles a la oración universal con una breve monición. Después el cantor o el lector u otro, propone, vuelto al pueblo, las intenciones desde el ambón o desde otro lugar conveniente y, por su parte, el pueblo responde suplicante. Al final, el sacerdote, con las manos extendidas, concluye la súplica con la oración.

La homilía requiere una esmerada preparación teniendo en cuenta la debida comprensión por parte de los fieles que asisten a la celebración, también por eso es muy conveniente que dure alrededor de 10 minutos. En Pascua está aconsejado utilizar el llamado símbolo de los Apóstoles. Hay que procurar que todos los fieles vivan la inclinación profunda cuando se confiesa el misterio de la Encarnación. En la oración de los fieles está indicado que haya un sólo lector, salvo que se hagan las peticiones en varios idiomas.

Liturgia eucarística

139. Terminada la oración universal, todos se sientan y comienza el canto del ofertorio (cf. n. 74).
El acólito u otro ministro laico colocan en el altar el corporal, el purificador, el cáliz, la palia y el misal.

140. Es conveniente que la participación de los fieles se manifieste en la presentación del pan y del vino para la celebración de la Eucaristía o de otros dones con los que se ayude a las necesidades de la iglesia o de los pobres.
Las ofrendas de los fieles las recibe el sacerdote, ayudado por el acólito u otro ministro. El pan y el vino para la Eucaristía se llevan al celebrante, que los pone sobre el altar y el resto de los dones se colocan en un lugar apropiado (cf. n. 73).

Empieza la Liturgia eucarística con el rito de la presentación de la ofrendas, también llamado ofertorio (este nombre no se usa ya para no confundir con el verdadero ofrecimiento de la Misa, que es Cristo mismo, y tiene lugar en la plegaria eucarística). Empieza con la preparación del altar, que hace el acólito instituido, y cuando no lo hay lo hace el mismo sacerdote con la ayuda de los monaguillos, o del laico que le asiste. Si hay procesión de las ofrendas, lo más importante -y que no debe faltar- es la presentación del pan y el vino llevado por dos fieles y que recibe el sacerdote al pie del altar, y que se dejan inmediatamente sobre él, luego ya vienen las demás ofrendas que se pueden colocar junto al altar (y no encima de él), en un sitio apropiado.

141. El sacerdote, en el altar, toma la patena con el pan, y con ambas manos la eleva un poco sobre el altar mientras dice en secreto: Bendito seas, Señor. Luego coloca la patena con el pan sobre el corporal.

142. A continuación, el sacerdote, situado en un lado del altar, mientras el ministro le ofrece las vinajeras, vierte el vino y un poco de agua en el cáliz, diciendo en secreto: El agua unida al vino. Vuelto al centro del altar, toma con ambas manos el cáliz, lo eleva un poco y dice en secreto: Bendito seas, Señor y a continuación deja el cáliz sobre el corporal y lo cubre, si conviene, con la palia.
Pero si no hay canto para el ofertorio ni toca el órgano, en la presentación del pan y del vino el sacerdote puede pronunciar en voz alta las fórmulas de bendición, a las que el pueblo responde con la aclamación: Bendito seas por siempre, Señor.

Mientras todo el coro, preferiblemente junto con el pueblo, canta el canto del ofertorio, el sacerdote reza las oraciones en la presentación separadas, primero del pan, y luego del vino mezclado con un poco de agua (signo de unión de la humanidad y la divinidad). El canto del ofertorio debe reflejar en su contenido lo que se realiza en el rito de la presentación, si no es así es mejor que el sacerdote rece en voz alta las oraciones prescritas, y el pueblo responda con la aclamación. El acto de poner el vino y el agua en cáliz se hace en un extremo del altar.

143. Colocado el cáliz sobre el altar, el sacerdote profundamente inclinado dice en secreto: Acepta, Señor, nuestro corazón contrito.

144. Luego, si se emplea el incienso, el sacerdote lo pone en el incensario, lo bendice sin decir nada e inciensa los dones, la cruz y el altar. El ministro, de pie al lado del altar, inciensa al celebrante y después al pueblo.

145. Después de la oración Acepta, Señor, nuestro corazón contrito o después de la incensación, el sacerdote, de pie a un lado del altar, se lava las manos, diciendo en secreto Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado, mientras le sirve el agua el ministro.

146. Vuelto al centro del altar y de pie cara al pueblo, el sacerdote extiende y junta las manos e invita al pueblo a orar, diciendo: Orad, hermanos. El pueblo se pone de pie y responde: El Señor reciba de tus manos. El sacerdote, con las manos extendidas, dice la oración sobre las ofrendas, y al final el pueblo aclama: Amén.

Conviene que los gestos y signos respondan a lo que significan de manera visible al pueblo: la inclinación profunda de la oración "Acepta, Señor... ("in spiritu humiliatatis..."); el lavabo de las manos echando agua de la jarra, y secándose bien; el gesto de la invitación a orar, para que sea en ese momento cuando el pueblo se ponga de pie. 

147. Entonces comienza el sacerdote la Plegaria eucarística. Según las rúbricas (cf. n. 365), elige una de las que se encuentran en el Misal Romano o de las aprobadas por la Sede Apostólica. La naturaleza de la Plegaria eucarística exige que sólo el sacerdote lo pronuncie en virtud de su ordenación. El pueblo se unirá al sacerdote en la fe y con el silencio, también con las intervenciones establecidas a lo largo de la Plegaria eucarística que son: las respuestas al diálogo del Prefacio, el Santo, la aclamación después de la consagración y la aclamación del Amén después de la doxología, junto con otras aclamaciones aprobadas por la Conferencia de los Obispos y reconocidas por la Santa Sede.
Es muy conveniente que el sacerdote cante las partes de la Plegaria eucarística musicalizadas.

La Plegaria Eucarística es la oración sacerdotal por excelencia, que el celebrante reza en nombre de toda la Iglesia, por ello reza las establecidas, que se encuentran en el Misal, el pueblo se une a  la oración del sacerdote en silencio, salvo en los momentos prescritos. El canto refuerza los momentos especiales de la Plegaria. Entre las distintas plegarias el sacerdote escoge la más apropiada al misterio que se celebra, y no en razón del tiempo que dure.

148. Al comienzo de la Plegaria eucarística, el sacerdote extiende las manos y canta o dice El Señor esté con vosotros; el pueblo responde: Y con tu espíritu. Cuando continúa Levantemos el corazón, alza las manos. El pueblo responde Lo tenemos levantado hacia el Señor. Después el sacerdote, con las manos extendidas, añade: Demos gracias al Señor, nuestro Dios, y el pueblo responde: Es justo y necesario. Después, el sacerdote, con las manos extendidas, sigue con el Prefacio; cuando lo termina, junta las manos y canta o dice en voz clara, junto con todos los presentes el Santo (cf. n. 79 b).

El prefacio, con su diálogo previo, es ya el comienzo de la Plegaria eucarística. Es muy recomendable que se cante, al menos en las celebraciones más solemnes, y si no se canta ha de pronunciarse en voz alta y clara. En las celebraciones dominicales es bueno que, al menos, todos canten el "Santo, Santo, Santo..." ("Sanctus...").

149. El sacerdote prosigue la Plegaria eucarística según las rúbricas que se exponen en cada una de ellas.
Si el celebrante es Obispo, en las Plegarias, después de las palabras: con tu servidor el Papa N., añade: conmigo, indigno siervo tuyo; o después de las palabras: el Papa N., añade: de mí, indigno siervo tuvo. Si un Obispo celebra fuera de su diócesis, tras las palabras con tu servidor el Papa N., añade: conmigo, indigno siervo tuyo, con mi hermano N., Obispo de esta Iglesia de N..
El Obispo diocesano o el que en derecho se le equipara, debe ser nombrado con esta fórmula: con tu servidor el Papa N., con nuestro Obispo (o bien: Vicario, Prelado, Prefecto, Abad) N.
En la Plegaria eucarística se puede mencionar a los Obispos Coadjutor y Auxiliares, pero no a otros Obispos que pudieran estar presentes. Si son muchos los que se han de mencionar, se utiliza la forma general: con nuestro Obispo N. y sus Obispos auxiliares.
En cada Plegaria eucarística hay que adaptar las fórmulas precedentes a las reglas gramaticales.

En toda Misa está toda la Iglesia universal y local. Por eso se menciona siempre en la Plegaria eucarística a la Cabeza de la Iglesia universal y de la Iglesia local.

150. Un poco antes de la consagración, el ministro, si se cree conveniente, avisa a los fieles mediante un toque de campanilla. Puede también, de acuerdo con la costumbre de cada lugar, tocar la campanilla cuando el sacerdote muestra la hostia y el cáliz a los fieles.
Si se utiliza el incienso, el ministro inciensa la hostia y el cáliz cuando se muestran tras la consagración.

151. Después de la consagración, una vez que el sacerdote dice: Éste es el Sacramento de nuestra fe, el pueblo pronuncia la aclamación empleando una de las fórmulas prescritas.
Al final de la Plegaria eucarística, el sacerdote, tomando la patena con la hostia y el cáliz y elevando ambos, pronuncia él solo la doxología: Por Cristo. Al concluir, el pueblo aclama: Amén. Después el sacerdote pone la patena y el cáliz sobre el corporal.

En la Misa dominical especialmente el toque de la campanilla además de avisar a los fieles favorece la especial atención que requiere el cenit del misterio eucarístico y embellece la adoración, y en las celebraciones más solemnes se enriquece con el signo del incienso. Es muy recomendable, incluso en la celebración diaria cantar la aclamación para dar mayor énfasis al momento, lo que vale también para el final de la plegaria eucarística (se debería cantar al menos los domingos y fiestas).

152. Terminada la Plegaria eucarística, el sacerdote, con las manos juntas, hace la monición preliminar a la Oración dominical, y luego la recita, con las manos extendidas, juntamente con el pueblo.

153. Concluida la Oración dominical, el sacerdote, con las manos extendidas, dice él solo el embolismo: Líbranos de todos los males; al terminarlo, el pueblo aclama: Tuyo es el reino.

154. A continuación, el sacerdote, con las manos extendidas y en voz alta, dice la oración: Señor Jesucristo, que dijiste, y, al terminarla, extendiendo y juntando las manos, anuncia la paz, vuelto al pueblo, mientras dice: la paz del Señor esté siempre con vosotros, y el pueblo le responde: Y con tu espíritu. Luego, si se juzga oportuno, el sacerdote añade: Daos fraternalmente la paz.
El sacerdote puede dar la paz a los ministros, pero siempre permaneciendo dentro del presbiterio para no perturbar la celebración. Haga lo mismo si, por alguna causa razonable, desea dar la paz a algunos pocos fieles. Y todos se intercambian un signo de paz, comunión y caridad, según lo que haya establecido la Conferencia de los Obispos. Mientras se da la paz puede decirse: La paz del Señor esté siempre contigo, a lo que se responde: Amén.

El Padrenuestro es bueno cantarlo con frecuencia los domingos. Es importante saber que el rito de la paz el en rito romano forma parte del rito de la comunión. Es por ello que el celebrante principal no abandona el presbiterio para dar la paz. Si es oportuno que la de a algunos fieles, éstos suben al presbiterio. Hay que tener en cuenta que la respuesta al intercambiar el gesto de dar la paz es "Amén" (y no "y con tu espíritu", que es lo propio de la contestación de todo el pueblo al saludo del sacerdote celebrante). 

155. A continuación, el sacerdote toma el pan consagrado, lo parte sobre la patena, y deja caer una partícula en el cáliz diciendo en secreto: El Cuerpo y la Sangre. Mientras tanto, el coro y el pueblo cantan o recitan: Cordero de Dios (cf. n. 83).

156. Entonces el sacerdote dice en secreto y con las manos juntas la oración para la Comunión: Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, o Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo.

157. Terminada esta oración, el sacerdote hace genuflexión, toma el pan consagrado en esa misma Misa y, teniéndolo un poco elevado sobre la patena o sobre el cáliz, de cara al pueblo, dice: Éste es el Cordero de Dios, y, a una con el pueblo, añade una sola vez: Señor, no soy digno.

Llega la preparación inmediata de la comunión con la fracción del pan, gesto del Señor, y la mezcla de la partícula de la hostia con el "sanguis", que simboliza la unidad de Cristo. Es muy bueno que mientras tanto el pueblo cante el "Cordero de Dios". El sacerdote, en secreto, se prepara para la comunión con una de las dos oraciones previstas. Luego invita a la comunión de los fieles mostrando la hostia consagrada diciendo: "Este es el Cordero..." y a una con el pueblo confiesa: "Señor no soy digno..."   

158. Luego, de pie y vuelto hacia el altar, el sacerdote dice en secreto: El Cuerpo de Cristo me guarde para la vida eterna, y, con reverencia, toma el Cuerpo de Cristo. Después, coge el cáliz, y dice en secreto: La Sangre de Cristo me guarde para la vida eterna, y, con reverencia, sume la Sangre de Cristo. 

159. Mientras el sacerdote comulga el Sacramento, se empieza el canto de Comunión (cf. n. 86).

160. El sacerdote toma después la patena o la píxide y se acerca a los que van a comulgar, quienes, de ordinario, se acercan procesionalmente.
A los fieles no les es lícito tomar por sí mismos ni el pan consagrado ni el sagrado cáliz y menos aún pasárselos entre ellos de mano en mano. Los fieles comulgan de rodillas o de pie, según lo haya establecido la Conferencia de los Obispos. Cuando comulgan de pie, se recomienda que, antes de recibir el Sacramento, hagan la debida reverencia del modo que determinen las citadas normas.

Pienso que es importante señalar la "reverencia" al comulgar el sacerdote, sobre todo cuando lo hace a la vista de todo el pueblo. Lo mismo hay que decir de la comunión de los fieles: la "reverencia" es una confesión de fe y de adoración, que está incluida en la postura de rodillas, pero no cuando se recibe de pie, y está indicado que se haga una inclinación, como signo de reverencia. Es bueno recordarlo con la frecuencia necesaria a los fieles. Es también una señal de amor a la libertad facilitar que el que quiera pueda comulgar de rodillas.

161. Si la Comunión se administra sólo bajo la especie de pan, el sacerdote, teniendo la hostia un poco elevada, se la muestra a cada uno diciéndole: El Cuerpo de Cristo. El que comulga responde: Amén, y recibe el Sacramento en la boca o, en los lugares en que se ha concedido, en la mano, según prefiera. En cuanto recibe la sagrada hostia, el que comulga la consume íntegramente.
Para la Comunión bajo las dos especies obsérvese el rito descrito en su lugar (cf. nn. 284-287).

162. Si están presentes otros presbíteros, pueden ayudar al sacerdote a distribuir la Comunión. Si no están disponibles y el número de comulgantes es muy elevado, el sacerdote puede llamar para que le ayuden, a los ministros extraordinarios, es decir, a un acólito instituido o también a otros fieles que para ello hayan sido designados [Cf. S. CONGR. PARA LOS SACRAMENTOS Y EL CULTO DIVINO, Instr. Inaestimabile donum, del 3 de abril de 1980, n. 10: A.A.S. 72 (1980), p. 336; Instrucción interdicasterial sobre algunas cuestiones acerca de la cooperación de los lideres laicos en el ministerio de los sacerdotes, Ecclesiae de mysterio, del 15 agosto de 1997, art. 8: A.A.S. 89 (1997), p. 871]. En caso de necesidad, el sacerdote puede designar para esa ocasión a fieles idóneos [Cf. infra, Apéndice, Rito para designar un ministro ocasional para la distribución de la sagrada Comunión].
Estos ministros no acceden al altar antes de que el sacerdote haya comulgado y siempre han de recibir de manos del sacerdote el vaso que contiene la Santísima Eucaristía para administrarla a los fieles.

Tocan estos dos números aspectos importantes de la comunión sobre el modo de recibirla y su distribución. en ambos casos hay una norma general y, luego, una norma particular que en el caso de la comunión en la mano es una concesión a las iglesias locales de la Santa Sede (sobre la comunión de rodillas y en la boca: "La comunione..."), y en el caso de la distribución de la comunión una situación extraordinaria, que hace que sea necesario que actúen los llamados ministros extraordinarios de la distribución de la comunión (sobre este tema ver un estudio reciente: "El ministro extraordinario...").

163. Una vez distribuida la Comunión, el sacerdote consume enseguida en el altar todo el vino consagrado que haya podido quedar; en cambio, las hostias consagradas que hayan sobrado las consume en el altar o las lleva al lugar destinado a la reserva eucarística.
El sacerdote, vuelto al altar, recoge los fragmentos, si los hay; luego, en el altar o en la credencia, purifica la patena o la píxide sobre el cáliz; purifica el cáliz diciendo en secreto: Haz, Señor, que recibamos, y lo seca con el purificador. Si los vasos son purificados en el altar, los lleva un ministro a la credencia. Está, sin embargo, permitido dejar los vasos que se han de purificar, sobre todo si son muchos, en el altar o en la credencia, convenientemente cubiertos sobre un corporal, para luego purificarlos inmediatamente después de la Misa, cuando ya se ha despedido al pueblo.

La purificación es una manifestación de fe y amor a la presencia eucarística del Señor y se hace con delicadeza (sin falsos escrúpulos), por eso el orden que se indica, el lugar -sobre un corporal, ya en el altar o la credencia-, y el cubrirlos cuando la purificación se hace terminada la Misa.

164. Después, el sacerdote puede regresar a la sede. Se puede observar un espacio de silencio sagrado o también entonar un salmo u otro cántico o himno de alabanza (cf. n. 88).

165. Luego, en pie junto a la sede o el altar, el sacerdote, vuelto al pueblo, dice, con las manos juntas: Oremos, y con las manos extendidas recita la oración después de la Comunión, a la que puede preceder también un breve silencio, a no ser que ya se haya hecho después de la Comunión. Al final de la oración, el pueblo aclama: Amén.

El silencio después de la comunión de los fieles es para favorecer la oración íntima con Jesús de tal manera que se produzca la comunión del alma -de mente, de amor, de afecto- con Cristo. A favorecer esa comunión estará -si es conveniente- el canto escogido. El rito de la comunión acaba con la oración después de la comunión, donde la Iglesia pide determinados frutos espirituales para los que han recibido sacramentalmente al Señor.

Rito de conclusión

166. Terminada la oración después de la Comunión, se hacen, si es necesario, y con brevedad, los oportunos avisos al pueblo.

167. Después, el sacerdote, extendiendo las manos, saluda al pueblo diciendo: El Señor esté con vosotros, a lo que el pueblo responde: Y con tu espíritu, y el sacerdote, uniendo de nuevo las manos, y colocando luego la mano izquierda sobre el pecho y elevando la derecha añade: La bendición de Dios todopoderoso, y haciendo la señal de la cruz sobre el pueblo prosigue: Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros; todos responden: Amén.
En ciertos días y ocasiones, esta bendición se enriquece y se expresa, según las rúbricas, mediante la oración sobre el pueblo u otra fórmula más solemne.
El Obispo bendice al pueblo con la fórmula propia, haciendo tres veces la señal de la cruz sobre el pueblo [Cf. Ceremonial de los Obispos, nn. 1118-1121].

168. Enseguida, el sacerdote, con las manos juntas, añade: Podéis ir en paz, y todos responden: Demos gracias a Dios.

169. Entonces, el sacerdote, según costumbre, venera el altar con un beso y, haciendo junto con los ministros laicos una profunda inclinación, se retira con ellos.

170. Si a la Misa sigue alguna otra acción litúrgica se omite el rito de conclusión, es decir, el saludo, la bendición y la despedida.

Al acabar el rito de la comunión con la oración, y antes de comenzar el rito de conclusión -"si es necesario"- es el momento para decir algunos avisos, siempre brevemente, por lo que es bueno que estén convenientemente redactados, para evitar alargarse. La bendición final se hace solemne en las celebraciones más señaladas (así vienen aconsejadas, por ejemplo, en la "tertia editio" del Misal Romano en latín). También en esa edición la oración sobre el pueblo es preceptiva los domingos de cuaresma, y aconsejada en las ferias de ese mismo tiempo litúrgico. Si el sagrario con el Santísimo ocupa el lugar central de la iglesia, el sacerdote y los ministros hacen genuflexión antes de retirarse del presbiterio.