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jueves, 18 de febrero de 2016

Benedicto XVI, Eucaristía: transformación, Amor, adoración, domingo (2005)

Textos de Benedicto XVI

Eucaristía: transformación, Amor, adoración, domingo.

Homilía Santa Misa con ocasión de la XX JMJ, Colonia, 21 de agosto de 2005.


Ante la sagrada Hostia, en la cual Jesús se ha hecho pan para nosotros, que interiormente sostiene y nutre nuestra vida (cf. Jn 6, 35), comenzamos ayer por la tarde el camino interior de la adoración. En la Eucaristía la adoración debe llegar a ser unión. Con la celebración eucarística nos encontramos en aquella “hora” de Jesús, de la cual habla el evangelio de san Juan. Mediante la Eucaristía, esta “hora” suya se convierte en nuestra hora, su presencia en medio de nosotros. Junto con los discípulos, él celebró la cena pascual de Israel, el memorial de la acción liberadora de Dios que había guiado a Israel de la esclavitud a la libertad. Jesús sigue los ritos de Israel. Pronuncia sobre el pan la oración de alabanza y bendición. Sin embargo, sucede algo nuevo. Da gracias a Dios no solamente por las grandes obras del pasado; le da gracias por la propia exaltación que se realizará mediante la cruz y la Resurrección, dirigiéndose a los discípulos también con palabras que contienen el compendio de la Ley y de los Profetas: “Esto es mi Cuerpo entregado en sacrificio por vosotros. Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi Sangre”. Y así distribuye el pan y el cáliz, y, al mismo tiempo, les encarga la tarea de volver a decir y hacer siempre en su memoria aquello que estaba diciendo y haciendo en aquel momento.

¿Qué está sucediendo? ¿Cómo Jesús puede repartir su Cuerpo y su Sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre, anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma en una acción de amor. Lo que desde el exterior es violencia brutal ―la crucifixión―, desde el interior se transforma en un acto de un amor que se entrega totalmente. Esta es la transformación sustancial que se realizó en el Cenáculo y que estaba destinada a suscitar un proceso de transformaciones cuyo último fin es la transformación del mundo hasta que Dios sea todo en todos (cf. 1 Co 15, 28). Desde siempre todos los hombres esperan en su corazón, de algún modo, un cambio, una transformación del mundo. Este es, ahora, el acto central de transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo: la violencia se transforma en amor y, por tanto, la muerte en vida. Dado que este acto convierte la muerte en amor, la muerte como tal está ya, desde su interior, superada; en ella está ya presente la resurrección. La muerte ha sido, por así decir, profundamente herida, tanto que, de ahora en adelante, no puede ser la última palabra.

Esta es, por usar una imagen muy conocida para nosotros, la fisión nuclear llevada en lo más íntimo del ser; la victoria del amor sobre el odio, la victoria del amor sobre la muerte. Solamente esta íntima explosión del bien que vence al mal puede suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco cambiarán el mundo. Todos los demás cambios son superficiales y no salvan. Por esto hablamos de redención: lo que desde lo más íntimo era necesario ha sucedido, y nosotros podemos entrar en este dinamismo. Jesús puede distribuir su Cuerpo, porque se entrega realmente a sí mismo.

Esta primera transformación fundamental de la violencia en amor, de la muerte en vida lleva consigo las demás transformaciones. Pan y vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre. Llegados a este punto la transformación no puede detenerse, antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados. Nosotros mismos debemos llegar a ser Cuerpo de Cristo, sus consanguíneos. Todos comemos el único pan, y esto significa que entre nosotros llegamos a ser una sola cosa. La adoración, como hemos dicho, llega a ser, de este modo, unión. Dios no solamente está frente a nosotros, como el totalmente Otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo. Yo encuentro una alusión muy bella a este nuevo paso que la última Cena nos indica con la diferente acepción de la palabra “adoración” en griego y en latín. La palabra griega es proskynesis. Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra sólo será posible en el segundo paso que nos presenta la última Cena. La palabra latina para adoración es ad-oratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser.

Volvamos de nuevo a la última Cena. La novedad que allí se verificó, estaba en la nueva profundidad de la antigua oración de bendición de Israel, que ahora se hacía palabra de transformación y nos concedía el poder participar en la “hora” de Cristo. Jesús no nos ha encargado la tarea de repetir la Cena pascual que, por otra parte, en cuanto aniversario, no es repetible a voluntad. Nos ha dado la tarea de entrar en su “hora”. Entramos en ella mediante la palabra del poder sagrado de la consagración, una transformación que se realiza mediante la oración de alabanza, que nos sitúa en continuidad con Israel y con toda la historia de la salvación, y al mismo tiempo nos concede la novedad hacia la cual aquella oración tendía por su íntima naturaleza.

Esta oración, llamada por la Iglesia “plegaria eucarística”, hace presente la Eucaristía. Es palabra de poder, que transforma los dones de la tierra de modo totalmente nuevo en la donación de Dios mismo y que nos compromete en este proceso de transformación. Por eso llamamos a este acontecimiento Eucaristía, que es la traducción de la palabra hebrea beracha, agradecimiento, alabanza, bendición, y asimismo transformación a partir del Señor: presencia de su “hora”. La hora de Jesús es la hora en la cual vence el amor. En otras palabras: es Dios quien ha vencido, porque él es Amor. La hora de Jesús quiere llegar a ser nuestra hora y lo será, si nosotros, mediante la celebración de la Eucaristía, nos dejamos arrastrar por aquel proceso de transformaciones que el Señor pretende. La Eucaristía debe llegar a ser el centro de nuestra vida.

No se trata de positivismo o ansia de poder, cuando la Iglesia nos dice que la Eucaristía es parte del domingo. En la mañana de Pascua, primero las mujeres y luego los discípulos tuvieron la gracia de ver al Señor. Desde entonces supieron que el primer día de la semana, el domingo, sería el día de él, de Cristo. El día del inicio de la creación sería el día de la renovación de la creación. Creación y redención caminan juntas. Por esto es tan importante el domingo. Está bien que hoy, en muchas culturas, el domingo sea un día libre o, juntamente con el sábado, constituya el denominado “fin de semana” libre. Pero este tiempo libre permanece vacío si en él no está Dios.

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