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jueves, 23 de junio de 2016

Capítulo I. La Sagrada Comunión fuera de la Misa. Observaciones previas.

Ritual de la Sagrada Comunión y del Culto a la Eucaristía fuera de la Misa, 21-junio-1973

CAPÍTULO I. 


LA SAGRADA COMUNIÓN FUERA DE LA MISA. OBSERVACIONES PREVIAS

I. RELACIONES ENTRE LA COMUNIÓN FUERA DE LA MISA Y EL SACRIFICIO

13. La más perfecta participación de la celebración eucarística es la comunión sacramental recibida dentro de la Misa. Esto resplandece con mayor claridad, por razón del signo, cuando los fieles, después de la comunión del sacerdote, reciben del mismo sacrificio el Cuerpo del Señor. (1)

Por tanto, de ordinario, en cualquier celebración eucarística conságrese para la comunión de los fieles pan recientemente elaborado.

14. Hay que inducir a los fieles a que comulguen en la misma celebración eucarística.

Pero los sacerdotes no rehúsen administrar, incluso fuera de la Misa, la sagrada comunión a los fieles, cuando lo piden con causa justa. (2) Incluso conviene que quienes estén impedidos de asistir a la celebración eucarfstica de la comunidad se alimenten asiduamente con la Eucaristía, para que así se sientan unidos no solamente al sacrificio del Señor, sino también unidos a la comunidad y sostenidos por el amor de los hermanos.

Los pastores de almas cuiden de que los enfermos y ancianos tengan facilidades para recibir la Eucaristía frecuentemente e incluso, a ser posible, todos los días, sobre todo en el tiempo pascual, aunque no padezcan una enfermedad grave ni estén amenazados por el peligro de muerte inminente. A los que no puedan recibir la Eucaristía bajo la especie de pan, es lícito administrársela bajo la especie de vino solo. (3)

15. Enséñese con diligencia a los fieles que también cuando reciben la comunión fuera de la celebración de la Misa se unen íntimamente al sacrificio con el que se perpetúa el sacrificio de la cruz y participan de aquel sagrado convite en el que, "por la comunión del Cuerpo y la Sangre del Señor, el pueblo de Dios participa en los bienes del sacrificio pascual, renueva la nueva Alianza entre Dios y los hombres, hecha de una vez para siempre con la Sangre de Cristo, y prefigura y anticipa en la fe y la esperanza eI banquete escatológico en el reino del Padre, anunciando la muerte del Señor hasta que venga." (4)

II. EN QUÉ TIEMPO SE HA DE ADMINISTRAR LA COMUNIÓN FUERA DE LA MISA

16. La sagrada comunión fuera de la Misa se puede dar en cualquier día y a cualquier hora. Conviene, sin embargo, determinar, atendiendo a la utilidad de los fieles, las horas para distribuir la sagrada comunión, para que se realice una sagrada celebración más plena con mayor fruto espiritual de los fieles.

Sin embargo:

a) El Jueves Santo sólo puede distribuirse la sagrada comunión dentro de la Misa; pero a los enfermos se les puede llevar la comunión a cualquier hora del día.

b) El Viernes Santo únicamente se distribuye la sagrada comunión dentro de la celebración de la Pasión del Señor; a los enfermos que no pueden participar en esta celebración, se les puede llevar la sagrada comunión a cualquier hora del día.

c) El Sábado Santo la sagrada comunión sólo puede darse como viático. (5)

III. EL MINISTRO DE LA SAGRADA COMUNIÓN

17. Pertenece ante todo al sacerdote y al diácono administrar la sagrada comunión a los fieles que la pidan. (6) Es absolutamente conveniente, pues, que a este ministerio de su orden dediquen todo el tiempo preciso según la necesidad de los fieles.

También pertenece al acólito ritualmente instituido, en cuanto ministro extraordinario, distribuir la sagrada comunión cuando faltan un presbítero o diácono, o estén impedidos, sea por enfermedad, edad avanzada, o por algún ministerio pastoral, o cuando el número de los fieles que se acercan a la sagrada mesa es tan numeroso que se alargaría excesivamente la Misa u otra celebración. (7)

El Ordinario del lugar puede conceder la facultad de distribuir la sagrada comunión a otros ministros extraordinarios cuando vea que es necesario parala utilidad pastoral de los fieles y no se disponga ni de sacerdote ni de diácono o acólito. (8)

IV. El LUGAR PARA DISTRIBUIR LA COMUNIÓN FUERA DE LA MISA

18. El lugar en que de ordinario se distribuye la sagrada comunión fuera de la Misa es la iglesia u oratorio en que habitualmente se celebra o reserva la Eucaristía, o la iglesia, oratorio u otro lugar en que la comunidad local se reúne habitualmente para celebrar la asamblea litúrgica los domingos u otros días. Sin embargo, en otros lugares, sin excluir las casas particulares, se puede dar la comunión, cuando se trata de enfermos, presos y otros que sin peligro o grave dificultad no puedan salir.

V. ALGUNAS COSAS QUE SE HAN DE OBSERVAR AL DISTRIBUIR LA SAGRADA COMUNIÓN

19. Cuando se administra la sagrada comunión es una iglesia u oratorio, póngase el corporal sobre el altar cubierto con un mantel; enciéndase dos cirios como señal de veneración y de banquete festivo; (9) utilícese la patena.

Pero cuando la sagrada comunión se administra en otros lugares, prepárese una mesa decente cubierta con un mantel; ténganse también preparados los cirios.

20. El ministro de la sagrada comunión, si es presbítero o diácono, vaya revestido de alba, o sobrepelliz sobre el traje talar, y lleve estola.

Los otros ministros lleven o el vestido litúrgico tradicional en la región, o un vestido que no desdiga de este ministerio y que el Ordinario apruebe.

Para administrar la comunión fuera de la iglesia, llévese la Eucaristía en una cajita u otro vaso cerrado, con la vestidura y el modo apropiado a las circunstancias de cada lugar.

21. Al distribuir la sagrada comunión consérvese la costumbre de depositar la partícula de pan consagrado en la lengua de los que reciben la comunión, ya que se basa en el modo tradicional de muchos siglos.

Sin embargo, las Conferencias Episcopales pueden decretar, con la confirmación de Ia Sede Apostólica, que en su jurisdicción se pueda distribuir también la sagrada comunión depositando el pan consagrado en las manos de los fieles, con tal que se evite el peligro de faltar a la reverencia o de que surjan entre los fieles ideas falsas sobre la santísima Eucaristía. (10)

Por lo demás, conviene enseñar a los fieles que Jesucristo es el Señor y Salvador y que se le debe a é1, presente bajo las especies sacramentales, el culto de latría o adoración propio de Dios. (11)

En ambos casos, la sagrada comunión debe ser distribuida por el ministro competente, que muestre y entregue al comulgante la partícula del pan consagrado, diciendo la fórmula: El Cuerpo de Cristo, a lo que cada fiel responde: Amén.

En lo que toca a la distribución de la sagrada comunión bajo la especie de vino, síganse fielmente las normas litúrgicas. (12)

22. Si quedaran algunos fragmentos después de la comunión, recójanse con reverencia y pónganse en el copón, o échense en un vasito con agua.

Igualmente, si la comunión se administra bajo la especie de vino, purifíquese con agua el cáliz o cualquier otro vaso empleado para ese menester.

El agua utilizada en estas purificaciones, o bien se sume o se derrama en algún lugar conveniente.

VI. LAS DISPOSICIONES PARA RECIBIR LA SAGRADA COMUNIÓN

23. La Eucaristía, que continuamente hace presente entre los hombres el misterio pascual de Cristo, es la fuente de toda gracia y del perdón de los pecados. Sin embargo, los que desean recibir el Cuerpo del Señor, para que perciban los frutos del sacramento pascual, tienen que acercarse a él con la conciencia limpia y con recta disposición de espíritu.

Por eso, la Iglesia manda oque nadie que esté consciente de pecado mortal, por contrito que sea, se acerque a la sagrada Eucaristía sin previa confesión sacramental. (13) No obstante, si concurre un motivo grave y no hay oportunidad de confesarse, haga primero un acto de contrición perfecta con el propósito de confesar cuanto antes uno por uno los pecados mortales que al presente no puede confesar.

Los que diariamente o con frecuencia suelen comulgar conviene que con la oportuna periodicidad, según la condición de cada cual, se acerquen al sacramento de la Penitencia.

Por lo demás, los fieles miren también a la Eucaristía como remedio que nos libra de las culpas de cada día y nos preserva de los pecados mortales; sepan también el modo conveniente de aprovecharse de los ritos penitenciales de la liturgia, en especial de la Misa. (14)

24. Los que van a recibir el sacramento no lo harán sin estar al menos desde una hora antes en ayunas de alimentos y bebidas, con la sola excepción del agua y de las medicinas.

Las personas de edad avanzada o que sufren una enfermedad cualquiera, como también quienes las cuidan, pueden recibir la sagrada Eucaristía aunque hayan tomado algo dentro de la hora precedente. (15)

25. La unión con Cristo, a la que se ordena el mismo sacramento, ha de extenderse a toda la vida cristiana, de modo que los fieles de Cristo, contemplando asiduamente en la fe el don recibido, y guiados por el Espíritu Santo, vivan su vida diaria en acción de gracias y produzcan frutos más abundantes de caridad.

Para que puedan continuar más fácilmente en esta acción de gracias, que de un modo eminente se ofrece a Dios en la Misa, se recomienda a los que han sido alimentados con la sagrada comunión que permanezcan algún tiempo en oración. (16)

(1) Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, n. 55
(2) Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, n.33, a: AAS 59 (1967), pp. 559-560.
(3) Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, nn. 40-41: AAS 59 (1967), pp. 562-563.

(4) Ibid., n. 3, a: l.c., pp. 54l-542.
(5) Cf. Missale Romanum, edic. típica 1979: Misa vespertina de la Cena del Señor, p. 243; Celebración de la Pasión del Señor, p. 250, n. 3; Sábado Santo, p. 265.
(6) Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instruccíón Eucharisticum mysterium, n.31: AAS 59 (1967), pp. 557-558.
(7) Cf. PABLO VI, Carta apostólica Ministeria quaedam, de 15 de agosto de 1972, n. VI: AAS 64 (1972), p. 532.
(8) Cf. Sagrada Congregación de la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Immensae caritatis, de 29 de enero de 1973, 1, I y II: AAS 65 (1973), pp. 265-266.

(9) Cf. Ordenación general del Misal Romano, n. 269.
(10) Cf. Sagrada Congregación para el Culto Divino, Instrucción Memoriale Domini, de 29 de mayo de 1969: AAS 6l (1969), pp. 541-545.
(11) Cf. Sagrada Congregación de la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Immense caritatis, de 29 de enero de 1973, n. 4: AAS 65 (1973), p. 270.
(12) Cf. Ordenación general del Misal Romono, n. 242; Sagrada Congregación para el Culto Divino, Instrucción Sacramentali Communione, n. 6, de 29 de junio de 1970: AAS 62 (1970), pp. 665-666.
(13) Cf. Concilio Tridentino, Sesión XIII, Decretum de Eucharistia, 7: DS 1646-1647; ibid., Sesión XIV, Canones de sacramento Penitentie, 9: DS 1709; Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impertiendam, de 1ó de junio de 1972, proemio y n. VI: AAS 64 (1972), pp. 510 y 512.
(14) Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, n. 35: AAS 59 (1967), p. 561.

(15) Cf, Código de Derecho Canónico, can. 9l9, 1 y 3.
(16) Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, 38: AAS 59 (1967), p. 562,

martes, 21 de junio de 2016

Papa Francisco: "Sacrosanctum Concilium", compromiso por una sólida y orgánica iniciación y formación litúrgica (18 de febrero de 2014).

Enseñanzas del Santo Padre Francisco sobre la liturgia

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL SIMPOSIO
"SACROSANCTUM CONCIULIUM. GRATITUD Y COMPROMISO
POR UN GRAN MOVIMIENTO ECLESIAL"

Al venerado hermano
Cardenal Antonio Cañizares Llovera
Prefecto de la Congregación para el culto divino
y la disciplina de los sacramentos

Han pasado cincuenta años de la promulgación de la constitución Sacrosanctum Concilium, primer documento promulgado por el concilio Vaticano II. Este importante aniversario suscita sentimientos de agradecimiento por la renovación profunda y generalizada de la vida litúrgica, que el magisterio conciliar hizo posible para la gloria de Dios y la edificación de la Iglesia, y al mismo tiempo impulsa a relanzar el compromiso para recibir y aplicar de manera cada vez más plena dicha enseñanza.

La constitución Sacrosanctum Concilium y el ulterior desarrollo del Magisterio nos han permitido comprender más la liturgia a la luz de la revelación divina como «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo», en el que «el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (Sacrosanctum Concilium, 7). Cristo se revela como el verdadero protagonista de toda celebración, y «asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre eterno» (ib.). Esta acción, que tiene lugar por el poder del Espíritu Santo, posee una profunda fuerza creadora capaz de atraer a sí a todo hombre y, en cierto modo, a toda la creación.

Celebrar el verdadero culto espiritual quiere decir entregarse a sí mismo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). Una liturgia que estuviera separada del culto espiritual correría el riesgo de vaciarse, de perder su originalidad cristiana y caer en un sentido sagrado genérico, casi mágico, y en un esteticismo vacío. Al ser acción de Cristo, la liturgia impulsa desde dentro a revestirse de los mismos sentimientos de Cristo, y en este dinamismo toda la realidad se transfigura. «Nuestro vivir diario en nuestro cuerpo, en las cosas pequeñas, debería estar inspirado, impregnado, inmerso en la realidad divina, debería convertirse en acción juntamente con Dios. Esto no quiere decir que debemos pensar siempre en Dios, sino que debemos estar realmente penetrados por la realidad de Dios, de forma que toda nuestra vida (…) sea liturgia, sea adoración» (Benedicto XVI, Lectio divina en el Seminario romano mayor, 15 de febrero de 2012).

A la acción de gracias a Dios por todo lo que ha sido posible realizar, es necesario unir la voluntad renovada de ir adelante en el camino indicado por los padres conciliares, porque aún queda mucho por hacer para una correcta y completa asimilación de la constitución sobre la sagrada liturgia por parte de los bautizados y de las comunidades eclesiales. Me refiero, en particular, al compromiso por una sólida y orgánica iniciación y formación litúrgica, tanto de los fieles laicos como del clero y de las personas consagradas.

Mientras expreso mi agradecimiento a cuantos han promovido y preparado este encuentro, deseo que dé los frutos esperados. Con este fin, invoco la intercesión de la bienaventurada Virgen María y le envío de corazón a usted, señor cardenal, a los colaboradores, a los relatores y a todos los participantes, la bendición apostólica.

Vaticano, 18 de febrero de 2014.

FRANCISCO

lunes, 20 de junio de 2016

Papa Francisco: Sacramentos, Unción de los enfermos, Audiencia general (26 de febrero de 2014).

Enseñanzas del Santo Padre Francisco sobre la liturgia

Sacramentos

Unción de los enfermos

Papa Francisco, Audiencia general (26 de febrero de 2014)

Hoy quisiera hablaros del sacramento de la Unción de los enfermos, que nos permite tocar con la mano la compasión de Dios por el hombre. Antiguamente se le llamaba «Extrema unción», porque se entendía como un consuelo espiritual en la inminencia de la muerte. Hablar, en cambio, de «Unción de los enfermos» nos ayuda a ampliar la mirada a la experiencia de la enfermedad y del sufrimiento, en el horizonte de la misericordia de Dios.

Hay una imagen bíblica que expresa en toda su profundidad el misterio que trasluce en la Unción de los enfermos: es la parábola del «buen samaritano», en el Evangelio de Lucas (10, 30-35). Cada vez que celebramos ese sacramento, el Señor Jesús, en la persona del sacerdote, se hace cercano a quien sufre y está gravemente enfermo, o es anciano. Dice la parábola que el buen samaritano se hace cargo del hombre que sufre, derramando sobre sus heridas aceite y vino. El aceite nos hace pensar en el que bendice el obispo cada año, en la misa crismal del Jueves Santo, precisamente en vista de la Unción de los enfermos. El vino, en cambio, es signo del amor y de la gracia de Cristo que brotan del don de su vida por nosotros y se expresan en toda su riqueza en la vida sacramental de la Iglesia. Por último, se confía a la persona que sufre a un hotelero, a fin de que pueda seguir cuidando de ella, sin preocuparse por los gastos. Bien, ¿quién es este hotelero? Es la Iglesia, la comunidad cristiana, somos nosotros, a quienes el Señor Jesús, cada día, confía a quienes tienen aflicciones, en el cuerpo y en el espíritu, para que podamos seguir derramando sobre ellos, sin medida, toda su misericordia y la salvación.

Este mandato se recalca de manera explícita y precisa en la Carta de Santiago, donde se dice: «¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que recen por él y lo unjan con el óleo en el nombre del Señor. La oración hecha con fe salvará al enfermo y el Señor lo restablecerá; y si hubiera cometido algún pecado, le será perdonado» (5, 14-15). Se trata, por lo tanto, de una praxis ya en uso en el tiempo de los Apóstoles. Jesús, en efecto, enseñó a sus discípulos a tener su misma predilección por los enfermos y por quienes sufren y les transmitió la capacidad y la tarea de seguir dispensando en su nombre y según su corazón alivio y paz, a través de la gracia especial de ese sacramento. Esto, sin embargo, no nos debe hacer caer en la búsqueda obsesiva del milagro o en la presunción de poder obtener siempre y de todos modos la curación. Sino que es la seguridad de la cercanía de Jesús al enfermo y también al anciano, porque cada anciano, cada persona de más de 65 años, puede recibir este sacramento, mediante el cual es Jesús mismo quien se acerca a nosotros.

Pero cuando hay un enfermo muchas veces se piensa: «llamemos al sacerdote para que venga». «No, después trae mala suerte, no le llamemos», o bien «luego se asusta el enfermo». ¿Por qué se piensa esto? Porque existe un poco la idea de que después del sacerdote llega el servicio fúnebre. Y esto no es verdad. El sacerdote viene para ayudar al enfermo o al anciano; por ello es tan importante la visita de los sacerdotes a los enfermos. Es necesario llamar al sacerdote junto al enfermo y decir: «vaya, le dé la unción, bendígale». Es Jesús mismo quien llega para aliviar al enfermo, para darle fuerza, para darle esperanza, para ayudarle; también para perdonarle los pecados. Y esto es hermoso. No hay que pensar que esto es un tabú, porque es siempre hermoso saber que en el momento del dolor y de la enfermedad no estamos solos: el sacerdote y quienes están presentes durante la Unción de los enfermos representan, en efecto, a toda la comunidad cristiana que, como un único cuerpo nos reúne alrededor de quien sufre y de los familiares, alimentando en ellos la fe y la esperanza, y sosteniéndolos con la oración y el calor fraterno. Pero el consuelo más grande deriva del hecho de que quien se hace presente en el sacramento es el Señor Jesús mismo, que nos toma de la mano, nos acaricia como hacía con los enfermos y nos recuerda que le pertenecemos y que nada —ni siquiera el mal y la muerte— podrá jamás separarnos de Él. ¿Tenemos esta costumbre de llamar al sacerdote para que venga a nuestros enfermos —no digo enfermos de gripe, de tres-cuatro días, sino cuando es una enfermedad seria— y también a nuestros ancianos, y les dé este sacramento, este consuelo, esta fuerza de Jesús para seguir adelante? ¡Hagámoslo!

domingo, 19 de junio de 2016

Papa Francisco: Sacramentos, Reconciliación, Audiencia general (19 de febrero de 2014)

Enseñanzas del Santo Padre Francisco sobre la liturgia

Sacramentos

Reconciliación

Papa Francisco, Audiencia general (19 de febrero de 2014)

A través de los sacramentos de iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la vida nueva en Cristo. Ahora, todos lo sabemos, llevamos esta vida «en vasijas de barro» (2 Cor 4, 7), estamos aún sometidos a la tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso perder la nueva vida. Por ello el Señor Jesús quiso que la Iglesia continúe su obra de salvación también hacia los propios miembros, en especial con el sacramento de la Reconciliación y la Unción de los enfermos, que se pueden unir con el nombre de «sacramentos de curación». El sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación. Cuando yo voy a confesarme es para sanarme, curar mi alma, sanar el corazón y algo que hice y no funciona bien. La imagen bíblica que mejor los expresa, en su vínculo profundo, es el episodio del perdón y de la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y los cuerpos (cf. Mc 2, 1-12; Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26).

El sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación brota directamente del misterio pascual. En efecto, la misma tarde de la Pascua el Señor se aparece a los discípulos, encerrados en el cenáculo, y, tras dirigirles el saludo «Paz a vosotros», sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 21-23). Este pasaje nos descubre la dinámica más profunda contenida en este sacramento. Ante todo, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podamos darnos nosotros mismos. Yo no puedo decir: me perdono los pecados. El perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que sólo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en la paz. Y esto lo hemos sentido todos en el corazón cuando vamos a confesarnos, con un peso en el alma, un poco de tristeza; y cuando recibimos el perdón de Jesús estamos en paz, con esa paz del alma tan bella que sólo Jesús puede dar, sólo Él.

A lo largo del tiempo, la celebración de este sacramento pasó de una forma pública —porque al inicio se hacía públicamente— a la forma personal, a la forma reservada de la Confesión. Sin embargo, esto no debe hacer perder la fuente eclesial, que constituye el contexto vital. En efecto, es la comunidad cristiana el lugar donde se hace presente el Espíritu, quien renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una cosa sola, en Cristo Jesús. He aquí, entonces, por qué no basta pedir perdón al Señor en la propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar humilde y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En la celebración de este sacramento, el sacerdote no representa sólo a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con Él, que le alienta y le acompaña en el camino de conversión y de maduración humana y cristiana. Uno puede decir: yo me confieso sólo con Dios. Sí, tú puedes decir a Dios «perdóname», y decir tus pecados, pero nuestros pecados son también contra los hermanos, contra la Iglesia. Por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia, a los hermanos, en la persona del sacerdote. «Pero padre, yo me avergüenzo...». Incluso la vergüenza es buena, es salud tener un poco de vergüenza, porque avergonzarse es saludable. Cuando una persona no tiene vergüenza, en mi país decimos que es un «sinvergüenza». Pero incluso la vergüenza hace bien, porque nos hace humildes, y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión, y en nombre de Dios perdona. También desde el punto de vista humano, para desahogarse, es bueno hablar con el hermano y decir al sacerdote estas cosas, que tanto pesan a mi corazón. Y uno siente que se desahoga ante Dios, con la Iglesia, con el hermano. No tener miedo de la Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse, siente todas estas cosas, incluso la vergüenza, pero después, cuando termina la Confesión sale libre, grande, hermoso, perdonado, blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la Confesión! Quisiera preguntaros —pero no lo digáis en voz alta, que cada uno responda en su corazón—: ¿cuándo fue la última vez que te confesaste? Cada uno piense en ello... ¿Son dos días, dos semanas, dos años, veinte años, cuarenta años? Cada uno haga cuentas, pero cada uno se pregunte: ¿cuándo fue la última vez que me confesé? Y si pasó mucho tiempo, no perder un día más, ve, que el sacerdote será bueno. Jesús está allí, y Jesús es más bueno que los sacerdotes, Jesús te recibe, te recibe con mucho amor. Sé valiente y ve a la Confesión.

Queridos amigos, celebrar el sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordemos la hermosa, hermosa parábola del hijo que se marchó de su casa con el dinero de la herencia; gastó todo el dinero, y luego, cuando ya no tenía nada, decidió volver a casa, no como hijo, sino como siervo. Tenía tanta culpa y tanta vergüenza en su corazón. La sorpresa fue que cuando comenzó a hablar, a pedir perdón, el padre no le dejó hablar, le abrazó, le besó e hizo fiesta. Pero yo os digo: cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta. Sigamos adelante por este camino. Que Dios os bendiga.

sábado, 18 de junio de 2016

Papa Francisco: Sacramentos, Eucaristía (2), Audiencia general (12 de febrero de 2014)

Enseñanzas del Santo Padre Francisco sobre la liturgia

Sacramentos

Eucaristía (2)

Papa Francisco, Audiencia general (12 de febrero 2014)

En la última catequesis destaqué cómo la Eucaristía nos introduce en la comunión real con Jesús y su misterio. Ahora podemos plantearnos algunas preguntas respecto a la relación entre la Eucaristía que celebramos y nuestra vida, como Iglesia y como cristianos. ¿Cómo vivimos la Eucaristía? Cuando vamos a misa el domingo, ¿cómo la vivimos? ¿Es sólo un momento de fiesta, es una tradición consolidada, es una ocasión para encontrarnos o para sentirnos bien, o es algo más?

Hay indicadores muy concretos para comprender cómo vivimos todo esto, cómo vivimos la Eucaristía; indicadores que nos dicen si vivimos bien la Eucaristía o no la vivimos tan bien. El primer indicio es nuestro modo de mirar y considerar a los demás. En la Eucaristía Cristo vive siempre de nuevo el don de sí realizado en la Cruz. Toda su vida es un acto de total entrega de sí por amor; por ello, a Él le gustaba estar con los discípulos y con las personas que tenía ocasión de conocer. Esto significaba para Él compartir sus deseos, sus problemas, lo que agitaba su alma y su vida. Ahora, nosotros, cuando participamos en la santa misa, nos encontramos con hombres y mujeres de todo tipo: jóvenes, ancianos, niños; pobres y acomodados; originarios del lugar y extranjeros; acompañados por familiares y solos... ¿Pero la Eucaristía que celebro, me lleva a sentirles a todos, verdaderamente, como hermanos y hermanas? ¿Hace crecer en mí la capacidad de alegrarme con quien se alegra y de llorar con quien llora? ¿Me impulsa a ir hacia los pobres, los enfermos, los marginados? ¿Me ayuda a reconocer en ellos el rostro de Jesús? Todos nosotros vamos a misa porque amamos a Jesús y queremos compartir, en la Eucaristía, su pasión y su resurrección. ¿Pero amamos, como quiere Jesús, a aquellos hermanos y hermanas más necesitados? Por ejemplo, en Roma en estos días hemos visto muchos malestares sociales o por la lluvia, que causó numerosos daños en barrios enteros, o por la falta de trabajo, consecuencia de la crisis económica en todo el mundo. Me pregunto, y cada uno de nosotros se pregunte: Yo, que voy a misa, ¿cómo vivo esto? ¿Me preocupo por ayudar, acercarme, rezar por quienes tienen este problema? ¿O bien, soy un poco indiferente? ¿O tal vez me preocupo de murmurar: Has visto cómo está vestida aquella, o cómo está vestido aquél? A veces se hace esto después de la misa, y no se debe hacer. Debemos preocuparnos de nuestros hermanos y de nuestras hermanas que pasan necesidad por una enfermedad, por un problema. Hoy, nos hará bien pensar en estos hermanos y hermanas nuestros que tienen estos problemas aquí en Roma: problemas por la tragedia provocada por la lluvia y problemas sociales y del trabajo. Pidamos a Jesús, a quien recibimos en la Eucaristía, que nos ayude a ayudarles.

Un segundo indicio, muy importante, es la gracia de sentirse perdonados y dispuestos a perdonar. A veces alguien pregunta: «¿Por qué se debe ir a la iglesia, si quien participa habitualmente en la santa misa es pecador como los demás?». ¡Cuántas veces lo hemos escuchado! En realidad, quien celebra la Eucaristía no lo hace porque se considera o quiere aparentar ser mejor que los demás, sino precisamente porque se reconoce siempre necesitado de ser acogido y regenerado por la misericordia de Dios, hecha carne en Jesucristo. Si cada uno de nosotros no se siente necesitado de la misericordia de Dios, no se siente pecador, es mejor que no vaya a misa. Nosotros vamos a misa porque somos pecadores y queremos recibir el perdón de Dios, participar en la redención de Jesús, en su perdón. El «yo confieso» que decimos al inicio no es un «pro forma», es un auténtico acto de penitencia. Yo soy pecador y lo confieso, así empieza la misa. No debemos olvidar nunca que la Última Cena de Jesús tuvo lugar «en la noche en que iba a ser entregado» (1 Cor 11, 23). En ese pan y en ese vino que ofrecemos y en torno a los cuales nos reunimos se renueva cada vez el don del cuerpo y de la sangre de Cristo para la remisión de nuestros pecados. Debemos ir a misa humildemente, como pecadores, y el Señor nos reconcilia.

Un último indicio precioso nos ofrece la relación entre la celebración eucarística y la vida de nuestras comunidades cristianas. Es necesario tener siempre presente que la Eucaristía no es algo que hacemos nosotros; no es una conmemoración nuestra de lo que Jesús dijo e hizo. No. Es precisamente una acción de Cristo. Es Cristo quien actúa allí, que está en el altar. Es un don de Cristo, quien se hace presente y nos reúne en torno a sí, para nutrirnos con su Palabra y su vida. Esto significa que la misión y la identidad misma de la Iglesia brotan de allí, de la Eucaristía, y allí siempre toman forma. Una celebración puede resultar incluso impecable desde el punto de vista exterior, bellísima, pero si no nos conduce al encuentro con Jesucristo, corre el riesgo de no traer ningún sustento a nuestro corazón y a nuestra vida. A través de la Eucaristía, en cambio, Cristo quiere entrar en nuestra existencia e impregnarla con su gracia, de tal modo que en cada comunidad cristiana exista esta coherencia entre liturgia y vida.

El corazón se llena de confianza y esperanza pensando en las palabras de Jesús citadas en el Evangelio: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). Vivamos la Eucaristía con espíritu de fe, de oración, de perdón, de penitencia, de alegría comunitaria, de atención hacia los necesitados y hacia las necesidades de tantos hermanos y hermanas, con la certeza de que el Señor cumplirá lo que nos ha prometido: la vida eterna. Que así sea.

viernes, 17 de junio de 2016

Papa Francisco: Sacramentos, Eucaristía (1), Audiencia general (5 de febrero de 2014)

Enseñanzas del Santo Padre Francisco sobre la liturgia

Sacramentos

Eucaristía (1)

Papa Francisco, Audiencia general (5 de febrero de 2014)

Hoy os hablaré de la Eucaristía. La Eucaristía se sitúa en el corazón de la «iniciación cristiana», juntamente con el Bautismo y la Confirmación, y constituye la fuente de la vida misma de la Iglesia. De este sacramento del amor, en efecto, brota todo auténtico camino de fe, de comunión y de testimonio.

Lo que vemos cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, la misa, nos hace ya intuir lo que estamos por vivir. En el centro del espacio destinado a la celebración se encuentra el altar, que es una mesa, cubierta por un mantel, y esto nos hace pensar en un banquete. Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino. Junto a la mesa está el ambón, es decir, el lugar desde el que se proclama la Palabra de Dios: y esto indica que allí se reúnen para escuchar al Señor que habla mediante las Sagradas Escrituras, y, por lo tanto, el alimento que se recibe es también su Palabra.

Palabra y pan en la misa se convierten en una sola cosa, como en la Última Cena, cuando todas las palabras de Jesús, todos los signos que realizó, se condensaron en el gesto de partir el pan y ofrecer el cáliz, anticipo del sacrificio de la cruz, y en aquellas palabras: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo... Tomad, bebed, ésta es mi sangre».

El gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la gran acción de gracias al Padre por su amor, por su misericordia. «Acción de gracias» en griego se dice «eucaristía». Y por ello el sacramento se llama Eucaristía: es la suprema acción de gracias al Padre, que nos ha amado tanto que nos dio a su Hijo por amor. He aquí por qué el término Eucaristía resume todo ese gesto, que es gesto de Dios y del hombre juntamente, gesto de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Por lo tanto, la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación. «Memorial» no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. Es por ello que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento, decimos «recibir la Comunión», «comulgar»: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma de modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la alegría de contemplar a Dios cara a cara.

Queridos amigos, no agradeceremos nunca bastante al Señor por el don que nos ha hecho con la Eucaristía. Es un don tan grande y, por ello, es tan importante ir a misa el domingo. Ir a misa no sólo para rezar, sino para recibir la Comunión, este pan que es el cuerpo de Jesucristo que nos salva, nos perdona, nos une al Padre. ¡Es hermoso hacer esto! Y todos los domingos vamos a misa, porque es precisamente el día de la resurrección del Señor. Por ello el domingo es tan importante para nosotros. Y con la Eucaristía sentimos precisamente esta pertenencia a la Iglesia, al Pueblo de Dios, al Cuerpo de Dios, a Jesucristo. No acabaremos nunca de entender todo su valor y riqueza. Pidámosle, entonces, que este sacramento siga manteniendo viva su presencia en la Iglesia y que plasme nuestras comunidades en la caridad y en la comunión, según el corazón del Padre. Y esto se hace durante toda la vida, pero se comienza a hacerlo el día de la primera Comunión. Es importante que los niños se preparen bien para la primera Comunión y que cada niño la reciba, porque es el primer paso de esta pertenencia fuerte a Jesucristo, después del Bautismo y la Confirmación.

jueves, 16 de junio de 2016

La Sagrada Comunión y el Culto a la Eucaristía fuera de la Misa, Observaciones generales previas.

Ritual de la Sagrada Comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la Misa, 21-junio-1973

LA SAGRADA COMUNIÓN Y EL CULTO A LA EUCARISTÍA FUERA DE LA MISA

OBSERVACIONES GENERALES PREVIAS


I. RELACIONES ENTRE EL CULTO EUCARÍSTICO FUERA DE LA MISA Y LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA

1. La celebración de la Eucaristía es el centro de toda la vida cristiana, tanto para la Iglesia universal como para las asambleas locales de la misma Iglesia. Pues, "los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo que, por su carne, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres. Así, los hombres son invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas junto con Cristo". (1)

2. Pero además "la celebración de la Eucaristía en el sacrificio de la Misa es realmente el origen y el fin del culto que se le tributa fuera de la Misa".(2) Porque Cristo, el Señor, que "se inmola en el mismo sacrificio de la Misa cuando comienza a estar sacramentalmente presente como alimento espiritual de los fieles bajo las especies de pan y vino", también "una vez ofrecido el sacrificio, mientras la Eucaristía se conserva en las iglesias y oratorios es verdaderamente el Emmanuel, es decir, "Dios-con-nosotros". Pues día y noche está en medio de nosotros, habita entre nosotros lleno de gracia y de verdad".(3)

3. Nadie debe dudar que todos los cristianos tributan a este santísimo Sacramento, al venerarlo, el culto de latría, que se debe al Dios verdadero, según la costumbre siempre aceptada en la Iglesia católica. Porque no debe dejar de ser adorado por el hecho de haber sido instituido por Cristo, el Señor, para ser comido.(4)

4. Para ordenar y promover rectamente la piedad hacia el santísimo Sacramento de la Eucaristía hay que considerar el misterio eucarístico en toda su amplitud, tanto en la celebración de la Misa como en el culto de las sagradas especies, que se conservan después de la Misa para prolongar la gracia del sacrificio.(5)

II. FINALIDAD DE LA RESERVA DE LA EUCARISTÍA

5. El fin primero y primordial de la reserva de la Eucaristía fuera de la Misa es la administración del Viático; los fines secundarios son la distribución de la comunión y la adoración de nuestro Señor Jesucristo presente en el Sacramento. Pues la reserva de las especies sagradas para los enfermos ha introducido la laudable costumbre de adorar este manjar del cielo conservado en las iglesias. Este culto de adoración se basa en una razón muy sólida y firme; sobre todo porque a la fe en la presencia real del Señor le es connatural su manifestación externa y pública.(6)

6. En la celebración de la Misa se iluminan gradualmente los modos principales según los cuales Cristo está presente en su Iglesia: en primer lugar está presente en la asamblea de los fieles congregados en su nombre; está presente también en su palabra, cuando se lee y explica en la iglesia la sagrada Escritura; presente también en la persona del ministro; finalmente, sobre todo, está presente bajo las especies eucarísticas. En este Sacramento, en efecto, de modo enteramente singular, Cristo entero e íntegro, Dios y hombre, se halla presente sustancial y permanentemente. Esta presencia de Cristo bajo las especies "se dice real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por excelencia".(7)

Así que, por razón del signo, es más propio de la naturaleza de la celebración sagrada que, en el altar donde se celebra la Misa, la presencia eucarística de Cristo, fruto de la consagración, y que como tal debe aparecer en cuanto sea posible, no se tenga ya desde el principio de la Misa por la reserva de las especies sagradas en el sagrario.(8)

7. Renuévense frecuentemente y consérvense en un copón o vaso sagrado las hostias consagradas en la cantidad suficiente para la comunión de los enfermos y de otros fieles fuera de la Misa.(9)

8. Cuiden los pastores de que, a no ser que obste una razón grave, las iglesias en que, según las normas del derecho, se guarda la santísima Eucaristía estén abiertas diariamente, por lo menos algunas horas en el tiempo más oportuno del día, para que los fieles puedan fácilmente orar ante el santísimo Sacramento.(10)

III. EL LUGAR DE LA RESERVA DE LA EUCARISTÍA

9. El lugar en que se guarda la sagrada Eucaristía ha de ser verdaderamente destacado. Conviene en gran manera que sea igualmente apto para la adoración y oración privada, de modo que los fieles no dejen de venerar al Señor presente en el Sacramento, aun con culto privado, y lo hagan con facilidad y provecho.

Esto se conseguirá más fácilmente si se prepara una capilla separada de la nave central, sobre todo en las iglesias en que se celebran con frecuencia matrimonios y funerales y en las que son muy visitadas, ya por peregrinaciones, ya por razón de los tesoros de arte y de historia.

10. La sagrada Eucaristía se reservará en un sagrario inamovible y sólido, no transparente, y cerrado de tal manera que se evite al máximo el peligro de profanación. De ordinario en cada iglesia u oratorio habrá un solo sagrario, situado en la parte de la iglesia u oratorio que sea distinguida, destacada, convenientemente adornada y apropiada para la oración.

Quien cuida de la iglesia u oratorio ha de proveer a que se guarde con la máxima diligencia la llave del sagrario en que se reserva la sagrada Eucaristía. (11)

11. La presencia de la sagrada Eucaristía en el sagrario se indicará con el conopeo o con otro medio determinado por la autoridad competente.

Ante el sagrario en que está reservada la sagrada Eucaristía brillará constantemente una lámpara especial, con la que se indique y honre la presencia de Cristo.

Según la costumbre tradicional, y en la medida de lo posible, la lámpara ha de ser de aceite o de cera. (12)

IV. LO QUE CORRESPONDE A LAS CONFERENCIAS EPISCOPALES

12. Corresponde a las Conferencias Episcopales, al preparar los Rituales particulares según la norma de la Constitución sobre la sagrada Liturgia, (13) acomodar este título del Ritual Romano a las necesidades de cada región, y una vez aceptado por la Sede Apostólica, empléese en las correspondientes regiones.

Por tanto, será propio de las Conferencias Episcopales:
a) Considerar con detenimiento y prudencia qué elementos procedentes de las tradiciones de los pueblos (si los hubiere) se pueden retener o admitir, con tal que se acomoden al espíritu de la sagrada Liturgia; por tanto, es propio de las Conferencias Episcopales proponer a la Sede Apostólica, y de acuerdo con ella, introducir las acomodaciones que se estimen útiles o necesarias.
b) Preparar las versiones de los textos, de modo que se acomoden verdaderamente al genio de cada idioma y a la índole de cada cultura, añadiendo quizá otros textos, especialmente para el canto, con las oportunas melodías.

Los textos litúrgicos propuestos para el varón se pueden acomodar para la mujer, mudando el género, o para varios, mudando el número.



(1) Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, n. 5.
(2) Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, n. 3, e: AAS 59 (1967), p. 542.
(3) Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, n. 3, b: AAS 59 (1967), p. 541; PABLO VI, Encíclica Mysterium fidei, prope finem: AAS 57 (1965), p. 771.
(4) Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, n. 3, f: AAS 59 (1967), p. 543.
(5) Cf. ibid., n. 3, g: l.c., p. 543.

(6) Cf. ibid., n. 49: l.c., pp. 566-567 .
(7) Pablo VI, Encíclica Mysterium fideiAAS 57 (1965), p. 764; cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, n. 9: AAS 59 (1967), p. 547.
(8) Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, n. 55: AAS 59 (1967), pp. 568-569.

(9) Cf. Ordenación general del Misal Romano, nn. 285 y 292.
(10) Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, n. 51: AAS 59 (1967); Código de Derecho Canónico, can. 937.

(11) Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, nn. 52-53: AAS 59 (1967), pp. 567-5ó8; Código de Derecho Canónico, can. 938.
(12) Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, n. 57: AAS 59 (1967), p. 5ó9; Código de Derecho Canónico, can, 940.

(13) N. 63, b.

martes, 14 de junio de 2016

Sacra Congregatio pro Culto Divino, Decretum. Comisión Episcopal Española de Liturgia, Presentación.

Ritual de la Sagrada Comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la Misa, 21-junio-1973

REFORMADO POR MANDATO DEL CONCILIO VATICANO II Y PROMULGADO POR SU SANTIDAD EL PAPA PABLO VI

APROBADO POR LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA Y CONFIRMADO POR LA SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LOS SACRAMENTOS Y EL CULTO DIVINO

Este Ritual fue confirmado por la Sagrada Congregación para el Culto Dívino por decreto del 19 de junio de 1974 (Prot. n. 1649/74)

SACRA CONGREGATIO PRO CULTU DIVINO
Prot. n. 900173
DECRETUM

Eucharistie sacramentum, tamquam spiritalem fidelium alimoniam et eterne vitre pignus, Christus Ecclesiae, dilectae sponsae suae, concredidit, quod ipsa cum fide et caritate iugiter accipit.

Celebratio Eucharistie in Missae sacrificio vere est origo et finis cultus, qui eidem extra Missam exhibetur. Sacrae vero species post Missam propterea precipue asservantur, ut fideles, qui Missae interesse non possunt, presertim infirmi et aetate provecti, per communionem sacramentalem Christo eiusque sacrificio, quod in Missa immolatur, uniantur.

Conservatio sacrarum specierum, que ob communionis susceptionem fieri consuevit, induxit morem hoc sacramentum adorandi eique cultum latriae, qui Deo debetur, tribuendi. Qui quidem adorationis cultus valida firmaque ratione nititur. Quin immo quaedam eius forme publicae et communitariae ab ipsa Ecclesia sunt institutae.

Ritu igitur Misse instaurato et, per Instructionem Eucharistícum mysterium, die 25 mensis maii anno 1967 editam, normis propositis "de practica ordinatione cultus huic sacramento etiam post Missam debiti deque eiusdem compositione cum recta ordinatione sacrificii Missae ad mentem praescriptionum Concilii Vaticani II et aliorum hac de re Apostolice Sedis documentorum",(1) Sacra Congregatio pro Cultu Divino ritus, qui inscribuntur De sacra communione et de cultu mysterii eucharistici extra Missam, recognovit.

Qui quidem, a PAULO PP. VI approbati, nunc vulgantur hac editione, quae typica declaratur, ut loco rituum in Rituali Romano nunc exstantium assumantur et statim adhiberi possint lingua Latina, lingua autem vernacula a die, quem Conferentiae Episcopales pro sua dicione statuerint, postquam interpretationem popularem confecerint confirmationemque ab Apostolica Sede obtinuerint.

Contrariis quibuslibet minime obstantibus.

Ex aedibus Sacrae Congregationis pro Cultu Divino, die 21 iunii 1973, in sollemnitate Corporis et Sanguinis Christi.

Arturus Card. TABERA
Prefectus
A. BUGNINI
Archiep. tit. Diocletianensis, a Secretis

(1) Sacra Congregatio Rituum, Instructio Eucharisticum mysterium, n. 3, g: AAS 59 (1967), p. 543.

COMISIÓN EPISCOPAL ESPAÑOLA DE LITURGIA
PRESENTACIÓN

La Misa, al ser el misterio pascual actualizado, es el centro de la sagrada liturgia. Por eso, toda celebración litúrgica culmina con la Misa o deriva de ella.

Una vez renovado el Ordinario de la Misa y publicados los nuevos textos del Misal Romano, reformado según las orientaciones del Concilio Vaticano II, es oportuno promulgar también el Ritual de la Sagrada Comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la Misa, que completa la renovación del sacramento de la Eucaristía.

Las sagradas especies se guardan después de la Misa, principalmente para que los fieles que no pueden asistir a la Misa, en especial los enfermos y los ancianos, se unan por la comunión sacramental a Cristo y a su sacrificio. La reserva de la Eucaristía para la comunión introdujo la adoración y el culto al sacramento.

El presente Ritual ofrece una buena ocasión para revisar nuestro culto a la Eucaristía fuera de la Misa "y para armonizarlo con la recta ordenación del sacrificio de la Misa, según el sentido de las prescripciones del Concilio Vaticano II y de otros documentos de la Sede Apostólica" (Eucharisticum mysterium, n. 3 g).

Como complemento del Ritual de la comunión, en apéndice, se publica la Instrucción Immense charitatis, que facilita la comunión sacramental en algunas circunstancias y posibilita la designación de ministros extraordinarios para su distribución. El rito para instituir estos ministros extraordinarios se publica al final.

Todo el Ritual es traducción de la edición típica vaticana. Los textos castellanos han sido aprobados por el Episcopado Español y confirmados por la Sagrada Congregación para el Culto Divino.

Aunque este Ritual puede ser utilizado a partir de su publicación, la fecha de entrada en vigor se deja a la ulterior determinación del Ordinario de cada diócesis.

Madrid, 14 de septiembre de 1974.

Narciso Jubany Arnau
Cardenal Arzobispo de Barcelona
Presidente de la Comisión Episcopal de Liturgia

Papa Francisco: Sacramentos, Confirmación, Audiencia general (29-enero-2014).

Enseñanzas del Santo Padre Francisco sobre la liturgia

Sacramentos

Confirmación

Papa Francisco, Audiencia general (29 de enero de 2014)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En esta tercera catequesis sobre los sacramentos nos detenemos en la Confirmación, que se entiende en continuidad con el Bautismo, al cual está vinculado de modo inseparable. Estos dos sacramentos, juntamente con la Eucaristía, forman un único evento salvífico, que se llama —«iniciación cristiana»—, en el que somos introducidos en Jesucristo muerto y resucitado, y nos convertimos en nuevas creaturas y miembros de la Iglesia. He aquí por qué en los orígenes estos tres sacramentos se celebraban en un único momento, al término del camino catecumenal, normalmente en la Vigilia pascual. Así se sellaba el itinerario de formación y de inserción gradual en la comunidad cristiana que podía durar incluso algunos años. Se hacía paso a paso para llegar al Bautismo, luego a la Confirmación y a la Eucaristía.

Comúnmente [en italiano] se habla de sacramento de la «Cresima», palabra que significa «unción». Y, en efecto, a través del óleo llamado «sagrado Crisma» somos conformados, con el poder del Espíritu, a Jesucristo, quien es el único auténtico «ungido», el «Mesías», el Santo de Dios. El término «Confirmación» nos recuerda luego que este sacramento aporta un crecimiento de la gracia bautismal: nos une más firmemente a Cristo; conduce a su realización nuestro vínculo con la Iglesia; nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe, para confesar el nombre de Cristo y para no avergonzarnos nunca de su cruz (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1303).

Por esto es importante estar atentos para que nuestros niños, nuestros muchachos, reciban este sacramento. Todos nosotros estamos atentos de que sean bautizados y esto es bueno, pero tal vez no estamos muy atentos a que reciban la Confirmación. De este modo quedarán a mitad de camino y no recibirán el Espíritu Santo, que es tan importante en la vida cristiana, porque nos da la fuerza para seguir adelante. Pensemos un poco, cada uno de nosotros: ¿tenemos de verdad la preocupación de que nuestros niños, nuestros chavales reciban la Confirmación? Esto es importante, es importante. Y si vosotros, en vuestra casa, tenéis niños, muchachos, que aún no la han recibido y tienen la edad para recibirla, haced todo lo posible para que lleven a término su iniciación cristiana y reciban la fuerza del Espíritu Santo. ¡Es importante!

Naturalmente es importante ofrecer a los confirmandos una buena preparación, que debe estar orientada a conducirlos hacia una adhesión personal a la fe en Cristo y a despertar en ellos el sentido de pertenencia a la Iglesia.

La Confirmación, como cada sacramento, no es obra de los hombres, sino de Dios, quien se ocupa de nuestra vida para modelarnos a imagen de su Hijo, para hacernos capaces de amar como Él. Lo hace infundiendo en nosotros su Espíritu Santo, cuya acción impregna a toda la persona y toda la vida, como se trasluce de los siete dones que la Tradición, a la luz de la Sagrada Escritura, siempre ha evidenciado. Estos siete dones: no quiero preguntaros si os recordáis de los siete dones. Tal vez todos los sabéis... Pero los digo en vuestro nombre. ¿Cuáles son estos dones? Sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Y estos dones nos han sido dados precisamente con el Espíritu Santo en el sacramento de la Confirmación. A estos dones quiero dedicar las catequesis que seguirán luego de los sacramentos.

Cuando acogemos el Espíritu Santo en nuestro corazón y lo dejamos obrar, Cristo mismo se hace presente en nosotros y toma forma en nuestra vida; a través de nosotros, será Él, Cristo mismo, quien reza, perdona, infunde esperanza y consuelo, sirve a los hermanos, se hace cercano a los necesitados y a los últimos, crea comunión, siembra paz. Pensad cuán importante es esto: por medio del Espíritu Santo, Cristo mismo viene a hacer todo esto entre nosotros y por nosotros. Por ello es importante que los niños y los muchachos reciban el sacramento de la Confirmación.

Queridos hermanos y hermanas, recordemos que hemos recibido la Confirmación. ¡Todos nosotros! Recordémoslo ante todo para dar gracias al Señor por este don, y, luego, para pedirle que nos ayude a vivir como cristianos auténticos, a caminar siempre con alegría conforme al Espíritu Santo que se nos ha dado.

lunes, 13 de junio de 2016

Papa Francisco: Sacramentos, Bautismo (2), Audiencia general (15 de enero de 2014)

Enseñanzas del Santo Padre Francisco sobre la liturgia

Sacramentos

Bautismo (2)

Papa Francisco, Audiencia general (15 de enero de 2014)

El miércoles pasado hemos comenzado un breve ciclo de catequesis sobre los Sacramentos, comenzando por el Bautismo. Y en el Bautismo quisiera centrarme también hoy, para destacar un fruto muy importante de este Sacramento: el mismo nos convierte en miembros del Cuerpo de Cristo y del Pueblo de Dios. Santo Tomás de Aquino afirma que quien recibe el Bautismo es incorporado a Cristo casi como su mismo miembro y es agregado a la comunidad de los fieles (cf. Summa Theologiae, III, q. 69, a. 5; q. 70, a. 1), es decir, al Pueblo de Dios. En la escuela del Concilio Vaticano II, decimos hoy que el Bautismo nos hace entrar en el Pueblo de Dios, nos convierte en miembros de un Pueblo en camino, un Pueblo que peregrina en la historia.

En efecto, como de generación en generación se transmite la vida, así también de generación en generación, a través del renacimiento en la fuente bautismal, se transmite la gracia, y con esta gracia el Pueblo cristiano camina en el tiempo, como un río que irriga la tierra y difunde en el mundo la bendición de Dios. Desde el momento en que Jesús dijo lo que hemos escuchado en el Evangelio, los discípulos fueron a bautizar; y desde ese tiempo hasta hoy existe una cadena en la transmisión de la fe mediante el Bautismo. Y cada uno de nosotros es un eslabón de esa cadena: un paso adelante, siempre; como un río que irriga. Así es la gracia de Dios y así es nuestra fe, que debemos transmitir a nuestros hijos, transmitir a los niños, para que ellos, cuando sean adultos, puedan transmitirla a sus hijos. Así es el Bautismo. ¿Por qué? Porque el Bautismo nos hace entrar en este Pueblo de Dios que transmite la fe. Esto es muy importante. Un Pueblo de Dios que camina y transmite la fe.

En virtud del Bautismo nos convertimos en discípulos misioneros, llamados a llevar el Evangelio al mundo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 120). «Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador... La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo» (ibid.) de todos, de todo el pueblo de Dios, un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. El Pueblo de Dios es un Pueblo discípulo —porque recibe la fe— y misionero —porque transmite la fe—. Y esto hace el Bautismo en nosotros: nos dona la Gracia y transmite la fe. Todos en la Iglesia somos discípulos, y lo somos siempre, para toda la vida; y todos somos misioneros, cada uno en el sitio que el Señor le ha asignado. Todos: el más pequeño es también misionero; y quien parece más grande es discípulo. Pero alguno de vosotros dirá: «Los obispos no son discípulos, los obispos lo saben todo; el Papa lo sabe todo, no es discípulo». No, incluso los obispos y el Papa deben ser discípulos, porque si no son discípulos no hacen el bien, no pueden ser misioneros, no pueden transmitir la fe. Todos nosotros somos discípulos y misioneros.

Existe un vínculo indisoluble entre la dimensión mística y la dimensión misionera de la vocación cristiana, ambas radicadas en el Bautismo. «Al recibir la fe y el bautismo, los cristianos acogemos la acción del Espíritu Santo que lleva a confesar a Jesús como Hijo de Dios y a llamar a Dios “Abba”, Padre. Todos los bautizados y bautizadas... estamos llamados a vivir y transmitir la comunión con la Trinidad, pues la evangelización es un llamado a la participación de la comunión trinitaria» (Documento conclusivo de Aparecida, n. 157).

Nadie se salva solo. Somos comunidad de creyentes, somos Pueblo de Dios y en esta comunidad experimentamos la belleza de compartir la experiencia de un amor que nos precede a todos, pero que al mismo tiempo nos pide ser «canales» de la gracia los unos para los otros, a pesar de nuestros límites y nuestros pecados. La dimensión comunitaria no es sólo un «marco», un «contorno», sino que es parte integrante de la vida cristiana, del testimonio y de la evangelización. La fe cristiana nace y vive en la Iglesia, y en el Bautismo las familias y las parroquias celebran la incorporación de un nuevo miembro a Cristo y a su Cuerpo que es la Iglesia (cf. ibid., n. 175 b).

A propósito de la importancia del Bautismo para el Pueblo de Dios, es ejemplar la historia de la comunidad cristiana en Japón. Ésta sufrió una dura persecución a inicios del siglo XVII. Hubo numerosos mártires, los miembros del clero fueron expulsados y miles de fieles fueron asesinados. No quedó ningún sacerdote en Japón, todos fueron expulsados. Entonces la comunidad se retiró a la clandestinidad, conservando la fe y la oración en el ocultamiento. Y cuando nacía un niño, el papá o la mamá, lo bautizaban, porque todos los fieles pueden bautizar en circunstancias especiales. Cuando, después de casi dos siglos y medio, 250 años más tarde, los misioneros regresaron a Japón, miles de cristianos salieron a la luz y la Iglesia pudo reflorecer. Habían sobrevivido con la gracia de su Bautismo. Esto es grande: el Pueblo de Dios transmite la fe, bautiza a sus hijos y sigue adelante. Y conservaron, incluso en lo secreto, un fuerte espíritu comunitario, porque el Bautismo los había convertido en un solo cuerpo en Cristo: estaban aislados y ocultos, pero eran siempre miembros del Pueblo de Dios, miembros de la Iglesia. Mucho podemos aprender de esta historia.

domingo, 12 de junio de 2016

Papa Francisco, Sacramentos: Bautismo (1), Audiencia general (8-enero-2014)

Enseñanzas del Santo Padre Francisco sobre la liturgia

Sacramentos

Bautismo
(1)

Papa Francisco, Audiencia general (8 de enero de 2014)

Hoy iniciamos una serie de catequesis sobre los Sacramentos, y la primera se refiere al Bautismo. Por una feliz coincidencia, el próximo domingo se celebra precisamente la fiesta del Bautismo del Señor.

El Bautismo es el sacramento en el cual se funda nuestra fe misma, que nos injerta como miembros vivos en Cristo y en su Iglesia. Junto a la Eucaristía y la Confirmación forma la así llamada «Iniciación cristiana», la cual constituye como un único y gran acontecimiento sacramental que nos configura al Señor y hace de nosotros un signo vivo de su presencia y de su amor.

Puede surgir en nosotros una pregunta: ¿es verdaderamente necesario el Bautismo para vivir como cristianos y seguir a Jesús? ¿No es en el fondo un simple rito, un acto formal de la Iglesia para dar el nombre al niño o a la niña? Es una pregunta que puede surgir. Y a este punto, es iluminador lo que escribe el apóstol Pablo: «¿Es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Por el Bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 3-4). Por lo tanto, no es una formalidad. Es un acto que toca en profundidad nuestra existencia. Un niño bautizado o un niño no bautizado no es lo mismo. No es lo mismo una persona bautizada o una persona no bautizada. Nosotros, con el Bautismo, somos inmersos en esa fuente inagotable de vida que es la muerte de Jesús, el más grande acto de amor de toda la historia; y gracias a este amor podemos vivir una vida nueva, no ya en poder del mal, del pecado y de la muerte, sino en la comunión con Dios y con los hermanos.

Muchos de nosotros no tienen el mínimo recuerdo de la celebración de este Sacramento, y es obvio, si hemos sido bautizados poco después del nacimiento. He hecho esta pregunta dos o tres veces, aquí, en la plaza: quien de vosotros sepa la fecha del propio Bautismo, que levante la mano. Es importante saber el día que fui inmerso precisamente en esa corriente de salvación de Jesús. Y me permito daros un consejo. Pero más que un consejo, una tarea para hoy. Hoy, en casa, buscad, preguntad la fecha del Bautismo y así sabréis bien el día tan hermoso del Bautismo. Conocer la fecha de nuestro Bautismo es conocer una fecha feliz. El riesgo de no conocerla es perder la memoria de lo que el Señor ha hecho con nosotros; la memoria del don que hemos recibido. Entonces acabamos por considerarlo sólo como un acontecimiento que tuvo lugar en el pasado —y ni siquiera por voluntad nuestra, sino de nuestros padres—, por lo cual no tiene ya ninguna incidencia en el presente. Debemos despertar la memoria de nuestro Bautismo. Estamos llamados a vivir cada día nuestro Bautismo, como realidad actual en nuestra existencia. Si logramos seguir a Jesús y permanecer en la Iglesia, incluso con nuestros límites, con nuestras fragilidades y nuestros pecados, es precisamente por el Sacramento en el cual hemos sido convertidos en nuevas criaturas y hemos sido revestidos de Cristo. Es en virtud del Bautismo, en efecto, que, liberados del pecado original, hemos sido injertados en la relación de Jesús con Dios Padre; que somos portadores de una esperanza nueva, porque el Bautismo nos da esta esperanza nueva: la esperanza de ir por el camino de la salvación, toda la vida. Esta esperanza que nada ni nadie puede apagar, porque, la esperanza no defrauda. Recordad: la esperanza en el Señor no decepciona. Gracias al Bautismo somos capaces de perdonar y amar incluso a quien nos ofende y nos causa el mal; logramos reconocer en los últimos y en los pobres el rostro del Señor que nos visita y se hace cercano. El Bautismo nos ayuda a reconocer en el rostro de las personas necesitadas, en los que sufren, incluso de nuestro prójimo, el rostro de Jesús. Todo esto es posible gracias a la fuerza del Bautismo.

Un último elemento, que es importante. Y hago una pregunta: ¿puede una persona bautizarse por sí sola? Nadie puede bautizarse por sí mismo. Nadie. Podemos pedirlo, desearlo, pero siempre necesitamos a alguien que nos confiera en el nombre del Señor este Sacramento. Porque el Bautismo es un don que viene dado en un contexto de solicitud y de compartir fraterno. En la historia, siempre uno bautiza a otro y el otro al otro... es una cadena. Una cadena de gracia. Pero yo no puedo bautizarme a mí mismo: debo pedir a otro el Bautismo. Es un acto de fraternidad, un acto de filiación en la Iglesia. En la celebración del Bautismo podemos reconocer las líneas más genuinas de la Iglesia, la cual como una madre sigue generando nuevos hijos en Cristo, en la fecundidad del Espíritu Santo.

Pidamos entonces de corazón al Señor poder experimentar cada vez más, en la vida de cada día, esta gracia que hemos recibido con el Bautismo. Que al encontrarnos, nuestros hermanos puedan hallar auténticos hijos de Dios, auténticos hermanos y hermanas de Jesucristo, auténticos miembros de la Iglesia. Y no olvidéis la tarea de hoy: buscar, preguntar la fecha del propio Bautismo. Como conozco la fecha de mi nacimiento, debo conocer también la fecha de mi Bautismo, porque es un día de fiesta.

sábado, 11 de junio de 2016

La celebración de Santa María Magdalena elevada al grado de Fiesta (10-junio-2016)

Decreto della Congregazione per il Culto Divino e la Disciplina dei Sacramenti: la celebrazione di Santa Maria Maddalena elevata al grado di festa nel Calendario Romano Generale, 10.06.2016

Congregatio de Cultu Divino et Disciplina Sacramentorum - Decretum

Resurrectionis dominicae primam testem et evangelistam, Sanctam Mariam Magdalenam, semper Ecclesia sive Occidentalis sive Orientalis, summa cum reverentia consideravit, etsi diversimode coluit.

Nostris vero temporibus cum Ecclesia vocata sit ad impensius consulendum de mulieris dignitate, de nova Evangelizatione ac de amplitudine mysterii divinae misericordiae bonum visum est ut etiam exemplum Sanctae Mariae Magdalenae aptius fidelibus proponatur. Haec enim mulier agnita ut dilectrix Christi et a Christo plurimum dilecta, “testis divinae misericordiae” a Sancto Gregorio Magno, et “apostolorum apostola” a Sancto Thoma de Aquino appellata, a christifidelibus huius temporis deprehendi potest ut paradigma ministerii mulierum in Ecclesia.

Ideo Summus Pontifex Franciscus statuit celebrationem Sanctae Mariae Magdalenae Calendario Romano generali posthac inscribendam esse gradu festi loco memoriae, sicut nunc habetur.

Novus celebrationis gradus nullam secumfert variationem circa diem, quo ipsa celebratio peragenda est, quoad textus sive Missalis sive Liturgiae Horarum adhibendos, videlicet:

a) dies celebrationis Sanctae Mariae Magdalenae dicatus idem manet, prout in Calendario Romano invenitur, nempe 22 Iulii;

b) textus in Missa et Officio Divino adhibendi, iidem manent, qui in Missali et in Liturgia Horarum statuto die inveniuntur, addita tamen in Missali Praefatione propria, huic decreto adnexa. Curae autem erit Coetuum Episcoporum textum Praefationis vertere in linguam vernaculam, ita ut, praevia Apostolicae Sedis recognitione adhiberi valeat, quae tempore dato in proximam reimpressionem proprii Missalis Romani inseretur.

Ubi Sancta Maria Magdalena, ad normam iuris particularis, die vel gradu diverso rite celebratur, et in posterum eodem die ac gradu quo antea celebrabitur.

Contrariis quibuslibet minime obstantibus.

Ex aedibus Congregationis de Cultu Divino et Disciplina Sacramentorum, die 3 mensis Iunii, in sollemnitate Sacratissimi Cordis Iesu.

Robert Card. Sarah
Praefectus

+ Arturus Roche
Archiepiscopus a Secretis

DECRETO

Santa María Magdalena, primera testigo y evangelista de la resurrección del Señor, ha sido considerada siempre en la Iglesia, tanto en occidente como en oriente, con la más alta estima, aunque de diferentes formas.

En nuestros días, cuando la Iglesia está llamada a reflexionar de modo más profundo sobre la dignidad de la mujer, la nueva evangelización y la grandeza del misterio de la misericordia divina, se ofrece a los fieles el ejemplo de santa María Magdalena. Conocida como la que amó a Cristo y fue muy amada por Cristo, definida por san Gregorio Magno “testigo de la misericordia divina” y “apóstol de los Apóstoles” por santo Tomás de Aquino, puede ser comprendida hoy por los fieles como paradigma de la tarea de las mujeres en la Iglesia.

Por ello, el Sumo Pontífice Francisco establece que la celebración de santa María Magdalena sea inscrita en el Calendario Romano general con el grado de fiesta en lugar del de memoria, tal como figura actualmente.

El nuevo grado celebrativo no comporta ninguna variación del día en el que se realiza la celebración misma, en cuanto al texto del Misal y de la Liturgia de las Hora, aclarar:

a) la celebración de Santa María Magdalena permanece fija en la fecha del 22 de julio, ya establecida por el calendario romano;

b) los textos que hay usar en la Misa y en el Oficio divino, siguen siendo los mismos contenidos en el Misal y en la Liturgia de las Horas del día indicado, añadiendo al Misal un Prefacio propio, adjuntado a este decreto. Cada Conferencia episcopal se encargará de traducir el texto del Prefacio a la lengua vernácula, de modo que, previa aprobación de la Sede apostólica, pueda usarse y a su tiempo incluirse en la próxima reedición del propio Misal Romano.

Donde Santa María Magdalena, según el derecho particular, es celebrada legítimamente en un día y con un grado diverso, también en el futuro se la celebrará en el mismo día y con el mismo grado.

Sin que obste nada en contrario.

Dado en la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, a 3 de junio de 2016, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús

Præfatio: de apostolorum apostola

Vere dignum et iustum est,
æquum et salutáre,
nos te, Pater omnípotens,
cuius non minor est misericórdia quam potéstas,
in ómnibus prædicáre per Christum Dóminum nostrum.

Qui in hortu maniféstus appáruit Maríæ Magdalénæ,
quippe quae eum diléxerat vivéntem,
in cruce víderat moriéntem,
quæsíerat in sepúlcro iacéntem,
ac prima adoráverat a mórtuis resurgéntem,
et eam apostolátus offício coram apóstolis honorávit
ut bonum novæ vitæ núntium
ad mundi fines perveníret.

Unde et nos, Dómine, cum Angelis et Sanctis univérsis
tibi confitémur, in exsultatióne dicéntes:
Sanctus, Sanctus, Sanctus Dóminus Deus Sábaoth…

Apostolorum apostola - Articolo di S.E. Mons. Arthur Roche, Segretario del Dicastero

Per espresso desiderio del Santo Padre Francesco, la Congregazione per il Culto Divino e la Disciplina dei Sacramenti ha pubblicato un nuovo decreto, datato 3 giugno 2016, solennità del Sacratissimo Cuore di Gesù, con il quale la celebrazione di Santa Maria Maddalena, oggi memoria obbligatoria, sarà elevata nel Calendario Romano Generale al grado di festa.

La decisione si iscrive nell’attuale contesto ecclesiale, che domanda di riflettere più profondamente sulla dignità della donna, la nuova evangelizzazione e la grandezza del mistero della misericordia divina. Fu San Giovanni Paolo II a dedicare una grande attenzione non solo all’importanza delle donne nella missione stessa di Cristo e della Chiesa, ma anche, e con speciale risalto, alla peculiare funzione di Maria di Magdala quale prima testimone che vide il Risorto e prima messaggera che annunciò agli apostoli la risurrezione del Signore (cf. Mulieris dignitatem, n. 16). Questa importanza prosegue oggi nella Chiesa - lo manifesta l’attuale impegno di una nuova evangelizzazione - che vuole accogliere, senza alcuna distinzione, uomini e donne di qualsiasi razza, popolo, lingua e nazione (cf. Ap 5,9), per annunciare loro la buona notizia del Vangelo di Gesù Cristo, accompagnarli nel loro pellegrinaggio terreno ed offrir loro le meraviglie della salvezza di Dio. Santa Maria Maddalena è un esempio di vera e autentica evangelizzatrice, ossia, di una evangelista che annuncia il gioioso messaggio centrale della Pasqua (cf. colletta del 22 luglio e nuovo prefazio).

Il Santo Padre Francesco ha preso questa decisione proprio nel contesto del Giubileo della Misericordia per significare la rilevanza di questa donna che mostrò un grande amore a Cristo e fu da Cristo tanto amata, come affermano Rabano Mauro parlando di lei («dilectrix Christi et a Christo plurimum dilecta»: De vita beatae Mariae Magdalenae, Prologus) e Sant’Anselmo di Canterbury («electa dilectrix et dilecta electrix Dei»: Oratio LXXIII ad sanctam Mariam Magdalenam). E’ certo che la tradizione ecclesiale in Occidente, soprattutto dopo San Gregorio Magno, identifica nella stessa persona Maria di Magdala, la donna che versò profumo nella casa di Simone, il fariseo, e la sorella di Lazzaro e Marta. Questa interpretazione continuò ed ebbe influsso negli autori ecclesiastici occidentali, nell’arte cristiana e nei testi liturgici relativi alla Santa. I Bollandisti hanno ampiamente esposto il problema della identificazione delle tre donne e prepararono la strada per la riforma liturgica del Calendario Romano. Con l’attuazione della riforma, i testi del Missale Romanum, della Liturgia Horarum e del Martyrologium Romanum si riferiscono a Maria di Magdala. E’ certo che Maria Maddalena formò parte del gruppo dei discepoli di Gesù, lo seguì fino ai piedi della croce e, nel giardino in cui si trovava il sepolcro, fu la prima “testis divinae misericordiae” (Gregorio Magno, XL Hom. In Evangelia, lib. II, Hom. 25,10). Il Vangelo di Giovanni racconta che Maria Maddalena piangeva, poiché non aveva trovato il corpo del Signore (cf. Gv 20, 11); e Gesù ebbe misericordia di lei facendosi riconoscere come Maestro e trasformando le sue lacrime in gioia pasquale.

Approfittando di questa opportuna circostanza, desidero evidenziare due idee inerenti ai testi biblici e liturgici della nuova festa, che possono aiutarci a cogliere meglio l’importanza odierna di simile Santa donna.

Per un lato, ha l’onore di essere la «prima testis» della risurrezione del Signore (Hymnus, Ad Laudes matutinas), la prima a vedere il sepolcro vuoto e la prima ad ascoltare la verità della sua risurrezione. Cristo ha una speciale considerazione e misericordia per questa donna, che manifesta il suo amore verso di Lui, cercandolo nel giardino con angoscia e sofferenza, con «lacrimas humilitatis», come dice Sant’Anselmo nella citata preghiera. A tal proposito, desidero segnalare il contrasto tra le due donne presenti nel giardino del paradiso e nel giardino della risurrezione. La prima diffuse la morte dove c’era la vita; la seconda annunciò la Vita da un sepolcro, luogo di morte. Lo fa osservare lo stesso Gregorio Magno: «Quia in paradiso mulier viro propinavit mortem, a sepulcro mulier viris annuntiat vitam» (XL Hom. In Evangelia, lib. II, Hom. 25). Inoltre, è proprio nel giardino della risurrezione che il Signore dice a Maria Maddalena: «Noli me tangere». E’ un invito rivolto non solo a Maria, ma anche a tutta la Chiesa, per entrare in una esperienza di fede che supera ogni appropriazione materialista e comprensione umana del mistero divino. Ha una portata ecclesiale! E’ una buona lezione per ogni discepolo di Gesù: non cercare sicurezze umane e titoli mondani, ma la fede in Cristo Vivo e Risorto!

Proprio perché fu testimone oculare del Cristo Risorto, fu anche, per altro lato, la prima a darne testimonianza davanti agli apostoli. Adempie al mandato del Risorto: «Va’ dai miei fratelli e di’ loro… Maria di Màgdala andò ad annunciare ai discepoli: “Ho visto il Signore!” e ciò che le aveva detto» (Gv 20,17-18). In tal modo ella diventa, come già notato, evangelista, ossia messaggera che annuncia la buona notizia della risurrezione del Signore; o come dicevano Rabano Mauro e San Tommaso d’Aquino, «apostolorum apostola», poiché annuncia agli apostoli quello che, a loro volta, essi annunceranno a tutto il mondo (cf. Rabano Mauro, De vita beatae Mariae Magdalenae, c. XXVII; S. Tommaso d’Aquino,In Ioannem Evangelistam Expositio, c. XX, L. III, 6). A ragione il Dottore Angelico usa questo termine applicandolo a Maria Maddalena: ella è testimone del Cristo Risorto e annuncia il messaggio della risurrezione del Signore, come gli altri Apostoli. Perciò è giusto che la celebrazione liturgica di questa donna abbia il medesimo grado di festa dato alla celebrazione degli apostoli nel Calendario Romano Generale e che risalti la speciale missione di questa donna, che è esempio e modello per ogni donna nella Chiesa.

[L’articolo dell’Arcivescovo Arthur Roche, Segretario della Congregazione per il Culto Divino e la Disciplina dei Sacramenti, sarà pubblicato sull’edizione pomeridiana de L’Osservatore Romano.]


María Magdalena, apóstola de los apóstoles
Arthur ROCHE
Secretario de la Congregación para el Culto Divino
y la Disciplina de los Sacramentos

Por expreso deseo del Santo Padre Francisco, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos ha publicado un nuevo decreto, con fecha 3 de junio de 2016, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, por medio del cual la celebración de Santa María Magdalena, actualmente memoria obligatoria, es elevada en el Calendario Romano general al grado de fiesta.

La decisión se inscribe en el contexto eclesial actual, que requiere una reflexión más profunda sobre la dignidad de la mujer, la nueva evangelización y la grandeza del misterio de la misericordia divina. San Juan Pablo II dedicó una gran atención no sólo a la importancia de la mujer en la misión de Cristo y de la Iglesia, sino también, y con especial énfasis, al papel especial de María Magdalena como primera testigo que vio al Resucitado y primera mensajera que anunció a los apóstoles la resurrección del Señor (cf. Mulieris dignitatem, n. 16). La Iglesia, hoy en día, prosigue resaltando esta importancia -manifestada en el compromiso de una nueva evangelización- y quiere acoger sin distinción, hombres y mujeres de cualquier raza, pueblo, lengua y nación (cf. Ap 5,9), para anunciarles la buena noticia del Evangelio de Jesucristo, acompañarlos en su peregrinación terrena y ofrecerles las maravillas de la salvación de Dios. Santa María Magdalena es un ejemplo de evangelización verdadera y auténtica, es decir, una evangelista que anuncia el gozoso mensaje central de Pascua (cf. colecta del 22 de julio y nuevo prefacio).

El Santo Padre Francisco ha tomado esta decisión precisamente en el contexto del Jubileo de la Misericordia para destacar la importancia de esta mujer que mostró un gran amor por Cristo y fue muy querida por Cristo, como afirman hablando de ella Rabano Mauro ( «dilectrix Christi et a Christo plurimum dilecta»: De vita beate Mariae magdalenae, Prologus) y San Anselmo de Canterbury («electa dilectrix et dilecta electrix Dei»: Oratio LXXIII ad sanctam Mariam Magdalenam). Es cierto que la tradición cristiana en Occidente, sobre todo después de San Gregorio Magno identifica en la misma persona a María de Magdala, la mujer que derramó perfume en la casa de Simón el fariseo, y a la hermana de Lázaro y Marta. Esta interpretación continuó y tuvo influencia en los autores eclesiásticos occidentales, en el arte cristiano y en los textos litúrgicos relacionados con la santa. Los bolandistas expusieron ampliamente el problema de la identificación de las tres mujeres y prepararon el camino para la reforma litúrgica del Calendario Romano. Con la actuación de la reforma, los textos del Missale Romanum, de la Liturgia Horarum y del Martyrologium Romanum se refieren a María de Magdala. Es seguro que María Magdalena formaba parte del grupo de los discípulos de Jesús, que lo siguió hasta el pie de la cruz y, que en el huerto donde se encontraba la tumba, fue la primera “testis divinae misericordiae” (Gregorio Magno, XL Hom. In Evangelia, lib. II, Hom. 25,10). El Evangelio de Juan dice que María Magdalena lloraba porque no había encontrado el cuerpo del Señor (cf. Jn 20, 11); y Jesús tuvo misericordia de ella haciéndose reconocer como Maestro y transformando sus lágrimas en alegría pascual.

Aprovechando este ocasión, deseo evidenciar dos ideas inherentes a los textos bíblicos y litúrgicos de la nueva fiesta, que contrirbuyen a comprender mejor la importancia actual de una santa como María Magdalena.

Por una parte tuvo el honor de ser el «prima testis» de la resurrección del Señor (Hymnus, Ad Laudes matutinas), la primera en ver la tumba vacía y la primera en escuchar la verdad de su resurrección. Cristo tiene una consideración y una compasión especial por esta mujer, que manifiesta su amor por Él, buscándolo en el huerto con angustia y sufrimiento, con «lacrimas humilitatis», como dice San Anselmo en la citada oración. En este sentido, me gustaría señalar el contraste entre las dos mujeres presentes en el jardín del paraíso, y en el jardín de la resurrección. La primera difundió la muerte allí donde había vida; la segunda anunció la Vida desde un sepulcro, un lugar de muerte. Ya lo observó Gregorio Magno: «Quia in paradiso mulier viro propinavit mortem, a sepulcro mulier viris annuntiat vitam» (XL Hom. In Evangelia, lib. II, Hom. 25). Además, en el jardín de la resurrección es donde el Señor dice a María Magdalena: «Noli me tangere». Es una invitación no sólo a María, sino también a toda la Iglesia, a entrar en una experiencia de fe que sobrepasa todo apropiación materialista y comprensión humana del misterio divino. ¡Tiene un alcance eclesial! Es una buena lección para todos los discípulos de Jesús: no buscar seguridades humanas ni títulos mundanos sino la fe en Cristo vivo y resucitado.

Precisamente porque fue testigo ocular de Cristo resucitado, fue también, por otra parte, la primera en dar testimonio ante los apóstoles. Cumplió con el mandato del Resucitado: «Ve a mis hermanos y diles… María la Magdalena fue y anunció a los discípulos: “He visto al Señor y ha dicho esto”» (Jn 20, 17-18). De este modo se convierte, como ya se ha señalado, en evangelista, es decir, en mensajera que anuncia la buena nueva de la resurrección del Señor; o como decían Rabano Mauro y Santo Tomás de Aquino, en «apostolorum apostola», porque anunció a los apóstoles aquello que, a su vez, ellos anunciarán a todo el mundo (cf. Rabano Mauro, De vita beatae Mariae Magdalenae, c. XXVII; Sto. Tomás de Aquitno, In Ioannem Evangelistam Expositio, c. XX, L. III, 6). Con razón el Doctor Angélico utiliza este término aplicándolo a María Magdalena: es una testigo de Cristo resucitado y anuncia el mensaje de la resurrección del Señor, al igual que los otros apóstoles. Por lo tanto, es justo que la celebración litúrgica de esta mujer tenga el mismo grado de festividad que se da a la celebración de los apóstoles en el Calendario Romano general y que se resalte la misión especial de una mujer, que es ejemplo y modelo para todas las mujeres de la Iglesia.

viernes, 10 de junio de 2016

Papa Francisco: Piedad popular (Ex. Ap. Evangelii Gaudium).

Enseñanzas del Santo Padre Francisco sobre la liturgia

Piedad popular


Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii Gaudium (24 novembre 2013)

69. Es imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para inculturar el Evangelio. En los países de tradición católica se tratará de acompañar, cuidar y fortalecer la riqueza que ya existe, y en los países de otras tradiciones religiosas o profundamente secularizados se tratará de procurar nuevos procesos de evangelización de la cultura, aunque supongan proyectos a muy largo plazo. No podemos, sin embargo, desconocer que siempre hay un llamado al crecimiento. Toda cultura y todo grupo social necesitan purificación y maduración. En el caso de las culturas populares de pueblos católicos, podemos reconocer algunas debilidades que todavía deben ser sanadas por el Evangelio: el machismo, el alcoholismo, la violencia doméstica, una escasa participación en la Eucaristía, creencias fatalistas o supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc. Pero es precisamente la piedad popular el mejor punto de partida para sanarlas y liberarlas.

70. También es cierto que a veces el acento, más que en el impulso de la piedad cristiana, se coloca en formas exteriores de tradiciones de ciertos grupos, o en supuestas revelaciones privadas que se absolutizan. Hay cierto cristianismo de devociones, propio de una vivencia individual y sentimental de la fe, que en realidad no responde a una auténtica «piedad popular». Algunos promueven estas expresiones sin preocuparse por la promoción social y la formación de los fieles, y en ciertos casos lo hacen para obtener beneficios económicos o algún poder sobre los demás. Tampoco podemos ignorar que en las últimas décadas se ha producido una ruptura en la transmisión generacional de la fe cristiana en el pueblo católico. Es innegable que muchos se sienten desencantados y dejan de identificarse con la tradición católica, que son más los padres que no bautizan a sus hijos y no les enseñan a rezar, y que hay un cierto éxodo hacia otras comunidades de fe. Algunas causas de esta ruptura son: la falta de espacios de diálogo familiar, la influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo relativista, el consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la falta de acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión mística de la fe en un escenario religioso plural.

La fuerza evangelizadora de la piedad popular

122. Del mismo modo, podemos pensar que los distintos pueblos en los que ha sido inculturado el Evangelio son sujetos colectivos activos, agentes de la evangelización. Esto es así porque cada pueblo es el creador de su cultura y el protagonista de su historia. La cultura es algo dinámico, que un pueblo recrea permanentemente, y cada generación le transmite a la siguiente un sistema de actitudes ante las distintas situaciones existenciales, que ésta debe reformular frente a sus propios desafíos. El ser humano «es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece». Cuando en un pueblo se ha inculturado el Evangelio, en su proceso de transmisión cultural también transmite la fe de maneras siempre nuevas; de aquí la importancia de la evangelización entendida como inculturación. Cada porción del Pueblo de Dios, al traducir en su vida el don de Dios según su genio propio, da testimonio de la fe recibida y la enriquece con nuevas expresiones que son elocuentes. Puede decirse que «el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo». Aquí toma importancia la piedad popular, verdadera expresión de la acción misionera espontánea del Pueblo de Dios. Se trata de una realidad en permanente desarrollo, donde el Espíritu Santo es el agente principal.

123. En la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo. En algún tiempo mirada con desconfianza, ha sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al Concilio. Fue Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi quien dio un impulso decisivo en ese sentido. Allí explica que la piedad popular «refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer» y que «hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe». Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, en América Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro de la Iglesia católica» y que en ella «aparece el alma de los pueblos latinoamericanos».

124. En el Documento de Aparecida se describen las riquezas que el Espíritu Santo despliega en la piedad popular con su iniciativa gratuita. En ese amado continente, donde gran cantidad de cristianos expresan su fe a través de la piedad popular, los Obispos la llaman también «espiritualidad popular» o «mística popular». Se trata de una verdadera «espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos». No está vacía de contenidos, sino que los descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón instrumental, y en el acto de fe se acentúa más el credere in Deum que el credere Deum. Es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros»; conlleva la gracia de la misionariedad, del salir de sí y del peregrinar: «El caminar juntos hacia los santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular, también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto evangelizador». ¡No coartemos ni pretendamos controlar esa fuerza misionera!

125. Para entender esta realidad hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino amar. Sólo desde la connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en sus pobres. Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones sólo como una búsqueda natural de la divinidad. Son la manifestación de una vida teologal animada por la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).

126. En la piedad popular, por ser fruto del Evangelio inculturado, subyace una fuerza activamente evangelizadora que no podemos menospreciar: sería desconocer la obra del Espíritu Santo. Más bien estamos llamados a alentarla y fortalecerla para profundizar el proceso de inculturación que es una realidad nunca acabada. Las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización.

jueves, 9 de junio de 2016

Papa Francisco: La Homilía (Ex. Ap. Evangelii gaudium)

Enseñanzas del Santo Padre Francisco sobre la liturgia

Liturgia y vida

Papa Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (24 de noviembre de 2013)

II. La homilía


135. Consideremos ahora la predicación dentro de la liturgia, que requiere una seria evaluación de parte de los Pastores. Me detendré particularmente, y hasta con cierta meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos que se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así sea. La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento.

136. Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás también mediante nuestra palabra (cf. Rm10,14-17). Con la palabra, nuestro Señor se ganó el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf. Mc 1,45). Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc6,2). Sentían que les hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar» (Mc3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos los pueblos (cf. Mc 16,15.20).

El contexto litúrgico

137. Cabe recordar ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza». Hay una valoración especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.

138. La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.

La conversación de la madre

139. Dijimos que el Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso.

140. Este ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte algo aburrida, si está presente este espíritu materno-eclesial, siempre será fecunda, así como los aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los hijos.

141. Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has revelado a pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su gente.

Palabras que hacen arder los corazones

142. Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia.

143. El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).

144. Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la integridad de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, como hijos pródigos —y predilectos en María—, el otro abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que predica el Evangelio.

III. La preparación de la predicación

145. La preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un camino de preparación de la homilía. Son indicaciones que para algunos podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas para recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso ministerio. Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes. La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido.

El culto a la verdad

146. El primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el «culto a la verdad». Es la humildad del corazón que reconoce que la Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los servidores». Esa actitud de humilde y asombrada veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación que nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos, fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).

147. Ante todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de laspalabras que leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis literario: prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador no realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.

148. Es verdad que, para entender adecuadamente el sentido del mensaje central de un texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida por la Iglesia. Éste es un principio importante de la interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión de la voluntad de Dios a partir de la experiencia vivida. Así se evitan interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen otras enseñanzas de las mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el acento propio y específico del texto que corresponde predicar. Uno de los defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.

La personalización de la Palabra

149. El predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva». Nos hace bien renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que «en particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra». Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1 Ts 2,4). Si está vivo este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt12,34). Las lecturas del domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron así en el corazón del Pastor.

150. Jesús se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un juicio más severo» (3,1). Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado». Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una Palabra viva y eficaz, que como una espada, «penetra hasta la división del alma y el espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto tiene un valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo».

151. No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra. Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde el reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre podrá entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las palabras que por sí solo no podría hallar».

La lectura espiritual

152. Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina». Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para permitirle que nos ilumine y nos renueve. Esta lectura orante de la Biblia no está separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida. La lectura espiritual de un texto debe partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales. Esto, en definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar esa confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar que a veces «el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).

153. En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?». Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una de ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra tentación muy común es comenzar a pensar lo que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo a la propia vida. También sucede que uno comienza a buscar excusas que le permitan diluir el mensaje específico de un texto. Otras veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no estamos todavía en condiciones de tomar. Esto lleva a muchas personas a perder el gozo en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr.

Un oído en el pueblo

154. El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea». Se trata de conectar el mensaje del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los acontecimientos el mensaje de Dios» y esto es mucho más que encontrar algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor desea decir en una determinada circunstancia». Entonces, la preparación de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se intenta reconocer —a la luz del Espíritu— «una llamada que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente».

155. En esta búsqueda es posible acudir simplemente a alguna experiencia humana frecuente, como la alegría de un reencuentro, las desilusiones, el miedo a la soledad, la compasión por el dolor ajeno, la inseguridad ante el futuro, la preocupación por un ser querido, etc.; pero hace falta ampliar la sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver realmente con la vida de ellos. Recordemos que nunca hay que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los programas televisivos. En todo caso, es posible partir de algún hecho para que la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque a veces algunas personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad en la predicación, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.

Recursos pedagógicos

156. Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de la evangelización». La preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de preparar la predicación en orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).

157. Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una imagen».

158. Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta predicación y sacan fruto de ella con tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada». La sencillez tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos. El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica, o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente al predicador y captar la lógica de lo que les dice.

159. Otra característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una predicación positiva siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen más atractiva la predicación!